El feminismo radical de la diferencia (II)

El feminismo olvida con facilidad su potencialidad política. Y con esto quiero decir, su capacidad de intervenir en el mundo para transformarlo radicalmente. Últimamente, este olvido cuenta con un aparataje intelectual que lo respalda, me refiero a la alianza existente entre los estudios de género y la teoría posestructuralista, lo que se ha dado por llamar feminismo posmoderno o posfeminismo. Dicha alianza ha ido instalando un pensamiento hegemónico que repercute en los distintos espacios feministas y se cuela en sus discursos, desarticulando la legitimidad de la autonomía política de las mujeres.

Para esta perspectiva dominante, “la mujer” no es más que una categoría ficticia del sistema ideológico patriarcal, es solo un constructo social o un discurso, y la apuesta del feminismo consistiría en desmantelar esta ficción. Por lo tanto, para el posestructuralismo, aunar una lucha desde las mujeres pierde total relevancia.

La categoría sexo/género del feminismo anglosajón de la segunda ola fue fundamental para desnaturalizar el eterno femenino patriarcal. La distinción -heredera de la afirmación beauvoiriana “la mujer no nace, se hace”- nos advierte que la feminidad es un constructo cultural diseñado por una civilización androcéntrica y, como tal, posible de ser deconstruido. Así, en sus orígenes, la categoría porta la potencialidad política de romper con el género y subvertir el sistema patriarcal. La feminidad no somos las mujeres, entonces, ¿quiénes somos las mujeres?, ¿somos un sexo?

Afirmar que las mujeres somos un sexo, un cuerpo sexuado, un cuerpo con capacidad reproductiva, cíclico… es una de las declaraciones más controversiales en el debate feminista vigente. Los argumentos en este sentido plantean que el reconocimiento de dos sexos es una categorización patriarcal que encubre la existencia de los intersexos, por ejemplo, y que en su misma formulación contiene la construcción genérica. Además, tomar el sexo como punto de partida implica retrotraernos a un esencialismo biologicista que reduce el análisis político.

Aunque acepte que el reconocimiento de dos sexos es una categorización patriarcal, esto no me conduce a pensar que las mujeres seamos una categoría ficticia. Tampoco manejo la información necesaria sobre las vivencias de los intersexos. Según De Beauvoir, estos constituyen una minoría excepcional. Pero Simone escribió en 1949, sospecho que los estudios al respecto han variado y avanzado mucho. De todos modos, los intersexos propondrán su proyecto político con el cual, si queremos, podremos dialogar y confrontarnos. No obstante, la lucha de las mujeres tiene su propia historia y, desde mi interpretación, la potencialidad política más radical.

Ser un cuerpo sexuado mujer para –y si se quiere, no en– la cultura patriarcal, nos sitúa históricamente. Nuestra propuesta política no pretende ni puede estar deshistorizada, nos interesa desmontar los cimientos de una civilización que cuenta con un inicio –aun cuando este sea incierto- y que, esperamos, tenga un término. Y en el contexto de esta civilización, nacer mujer y nacer varón constituye un dato de la realidad. Ahora bien, esta dicotomía originaria se disuelve en la lógica incluyente del sistema patriarcal que impone su unilateral punto de vista para entender la vida. Con otras palabras, nacemos mujeres para una cultura misógina, que reviste su desprecio hacia nosotras con el orden simbólico de la feminidad y sucumbimos a conformar la parte inferior de un único cuerpo con la masculinidad. Y aunque esta operación sucede en un solo escenario -el sistema patriarcal-, podemos separar y distinguir el hecho de nacer mujeres, del otro hecho: el revestimiento simbólico, ideológico y material de lo femenino, que padecemos.

La historia milenaria de resistencias y rebeldías de las mujeres da cuenta de esta división, porque devela una feminidad impuesta y un sistema de dominio como lo es el patriarcado. Revela la violencia masculina sobre nuestros cuerpos sexuados y el control ejercido sobre nuestra capacidad de dar vida. Y el posfeminismo, al desechar la categoría mujer, arrastra la nefasta consecuencia política de reforzar la ignorancia existente sobre nuestra historia de resistencias y rebeldías, que constituye el más ignoto e intencionado vacío que mantiene esta cultura para perpetuarse. Junto con esto, nos ata de manos para construir políticamente desde nosotras, porque sin conciencia histórica es imposible pensarse y pensar el mundo.

Entonces, nacer mujeres es un dato de la realidad que implica un componente biológico que me parece indiscutible, es decir, somos un cuerpo sexuado; pero este hecho es indisoluble con otro elemento, el histórico: somos seres históricos. Contamos con una memoria histórica y otra, corporal. Cito a la italiana Maria Luisa Boccia: “Si queremos dejar de lado lucubraciones subjetivas sobre el género sexual, el punto nos lleva al análisis y al razonamiento en profundidad sobre el nexo entre biología e historia, entre naturaleza y cultura, entre corporeidad y razón como vínculo imprescindible.”(1)

Una vez aclarado el asunto, a la pregunta ¿quiénes somos las mujeres?, podemos responder que no lo sabemos, puesto que de la frase “las mujeres no somos la feminidad” (Pisano) se desliza el pendiente político de simbolizarnos a nosotras mismas, recuperando nuestros cuerpos junto a la capacidad humana de pensar. Así, mediante la expresión material de un pensamiento político, podremos marcar una dicotomía respecto de la ideología patriarcal que, por ahora y hasta nuevo aviso, conforma los lentes totalitarios para mirar el mundo, interpretar la realidad y construir lenguaje.

2010.

*Envié este texto a la revista lésbica guatemalteca Imagina, pero no lo publicaron.

 

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  1. En Debate feminista, año I, vol. 2, septiembre 1990. “El feminismo en Italia”. Editorial: Marta Lamas, México.

El feminismo radical de la diferencia

“… y pensé en el órgano que retumbaba en la iglesia y en las puertas cerradas de la biblioteca; y pensé en lo desagradable que es estar excluida; y pensé en que tal vez sea peor ser metida dentro…”.(1)

Al “tomar las cosas desde la raíz”(2), nos damos cuenta de que las mujeres siempre hemos estado afuera de la cultura patriarcal. Nuestra diferencia respecto de los varones es esta: somos extranjeras de su civilización. Los varones con poder han construido su cultura, excluyéndonos como seres humanas y, en un mismo movimiento, incluyéndonos como femeninas. Los varones sin poder no son extranjeros de esta civilización, les pertenece igualmente. No tienen un poder contingente respecto de otros varones, pero siempre ejercen un poder necesario respecto de una mujer. Más profundo aún, la operación primaria(3) de negarnos como humanas e incluirnos como femeninas está presente tanto en la esfera personal como en la esfera pública. De ahí que lo personal sea político, puesto que el sistema patriarcal re-actualiza su dominio en las relaciones de cada ser humano. Margarita Pisano, teórica radical de la diferencia, proyecta, a partir de nuestra extranjería, una propuesta político-ética y afirma que para conocer cómo funciona el sistema vigente, analizando sus operaciones fundacionales (en perpetua renovación), y deconstruir el orden simbólico femenino/masculino, es necesaria la mirada del afuera(4). Sin esta visión, los feminismos seguirán debatiéndose dentro de las lógicas instaladas.

Es en esta perspectiva del afuera donde se sitúa el feminismo radical de la diferencia(5). Lo defino como una corriente de pensamiento feminista, en diálogo y confrontación con los feminismos de la igualdad, de la diferencia, el radical y el posmoderno. Entra en el debate actual de las corrientes ideológicas, no obstante, espiga en la brecha de la historia para darles continuidad y profundidad a los planteos teóricos –con nombres y apellidos- que engarzan esta línea de pensamiento y aportan las herramientas políticas necesarias para interpretar que “la derrota de nuestras antecesoras tiene más dignidad que el triunfo de nuestras contemporáneas.”(6)

Carla Lonzi, teórica radical de la diferencia, dice: “La diferencia de la mujer consiste en haber estado ausente de la historia durante miles de años. Aprovechémonos de esta diferencia…”(7) La lógica de la inclusión es un elemento fundamental del poder patriarcal. Le hemos pedido a lo largo de la historia, a quien domina, ser incluidas, reproduciendo y reforzando el orden de lo femenino; en lugar de darnos cuenta de que nuestra potencialidad política radica en haber sido excluidas. Por eso, Lonzi continúa: “una vez lograda la inserción de la mujer, ¿quién podrá decir cuántos milenios transcurrirán  para sacudir este nuevo yugo?”(8)

Estar ausentes de la Historia, ser extranjeras de la civilización vigente y definidas constantemente por otros, proyecta una fuerza transformadora que ninguna rebelión masculina es capaz de contener. Antes que todo, nos resguarda de asumir una responsabilidad protagónica en la deshumanización que impera, resultado de la devastación del mundo y del planeta que ha llevado a cabo el sistema patriarcal. El fracaso de la civilización les pertenece; la derrota, como dice Lonzi, es del hombre. Ella nos interroga: “¿Nos parece gratificante participar en la gran derrota del hombre?”(9). De esto se deduce que nuestras acciones no pueden ser reivindicativas ni salvadoras, no podemos seguir recogiendo los muertos de sus guerras y continuar reproduciendo la feminidad como destino político.

Es esta otra ventaja que podemos desprender de nuestra extranjería consciente, la de abocarnos a la tarea política de conocer cómo funciona la feminidad, lo que nos permitiría sostener discursos que desmonten el esencialismo patriarcal, una de las creencias más arraigadas de su dominio. Esto es así, porque la construcción de la feminidad se pierde en el origen, tanto en el nacimiento de cada mujer en este mundo como en las raíces de la historia. El patriarcado encubre el inicio de su cultura con la mitología y los libros sagrados. En ellos se habla de una creación más allá del tiempo y del espacio, es una creación divina (la idea delirante de dios). Así arma su esencialismo, al mismo tiempo que define nuestra “naturaleza” como mujeres. La cultura patriarcal es -a un tiempo- fundamentalista y misógina. Nos desprecia como personas y nuestra respuesta obediente es la feminidad. Ellos se aman, se legitiman y se admiran entre sí. Nosotras los amamos y admiramos a ellos. En tanto, nos despreciamos entre nosotras y a nosotras mismas. La misoginia atraviesa lo íntimo, privado y público(10), experiencia esencialista que no posee ninguna otra subyugación. Las desigualdades de raza y de clase no cuentan con una operación secundaria de este tipo. Me refiero al constructo de lo femenino, que encubre la negación primaria de nuestra existencia. Por eso, la opresión de las mujeres no es siquiera comparable a las otras opresiones. Eso sí, pueden profundizarla, porque nuestra dominación atraviesa clase, raza y edad.

La falta de amor propio y la inseguridad que esta ausencia proyecta, inseguridad profunda de no saber de dónde vienen nuestros miedos y, en especial, el impedimento emocional e intelectual para ejercer la capacidad humana de pensar autónomamente, son rasgos de lo femenino. En el vacío de amor propio, sobre esta carencia, se erige el escenario del romántico amoroso, cuya realización ideal es el modelo patriarcal de la “buena madre”: así justificamos nuestra permanencia en esta vida, sirviendo a los demás, viviendo –sexual, emocional e ideológicamente- en función de los otros. El amor, en este contexto, es el revestimiento más perverso, porque nos hace cómplices de nuestra dominación, nos vuelve vulnerables y permite que nos manejen con el sentimiento de la culpa.

Estos mecanismos naturalizan la deshumanización de las mujeres, logran que cada cierto tiempo tengamos, una y otra vez, que “demostrar” que existe una civilización patriarcal. Asimismo, las mujeres seguimos divididas entre nosotras, pidiendo permiso en luchas ajenas, usando las herramientas ideológicas de ellos para denunciar discriminaciones. Leyéndonos en su historia, nuestra enajenación y la misoginia seguirán intactas.

Por eso, tenemos que aprovecharnos de haber estado ausentes de la Historia durante miles de años y situarnos afuera para mirar. Solo así podremos conocer cómo opera el sistema patriarcal y su feminidad. Solo así podremos desmontar nuestros deseos de pertenecer. Solo así podremos leer su historia de próceres como una historia de violencia contra nosotras. Solo así podremos recuperar a las mujeres que porfiadamente han ejercido la capacidad humana de pensar con independencia, aun cuando a muchas les haya costado la vida. El feminismo, así como yo lo entiendo, es un proyecto político en sí mismo, cuya posibilidad de transformación del mundo supera a la de cualquier movimiento subversivo que se haya dado en la historia, porque es el único que puede aportar un análisis radical del poder.

En el marco de la lógica incluyente, los varones construyen sus dicotomías. Etimológicamente, la palabra ‘dicotomía’ viene del griego y quiere decir, de manera literal, “yo corto en dos partes”(11). Una vez que hemos sido incluidas por ellos como femeninas, surge ese yo masculino que corta en dos. Ellos piensan, nosotras amamos. Ellos producen, nosotras reproducimos. Y nos aseguran que esta dualidad es complementaria. Lo es para su civilización. En este sentido, Margarita Pisano afirma que masculinidad/feminidad es un todo indivisible, un solo constructo, un único cuerpo. Los varones se apropiaron de las capacidades de lo humano: crear cultura y sociedad, hacer filosofía y política, hablar y escribir, pensar el mundo, construir símbolos y valores(12). Al mismo tiempo, envolvieron estas capacidades en una lógica de dominio, las empaparon del concepto de superioridad y lo disfrazaron todo con la idea de universalidad, neutra y abstracta. No pudo haber sido de otra forma si esta apropiación iba encadenada a nuestra exclusión del pensamiento.

A lo largo de la historia, a las mujeres nos han perseguido y nos han matado por pensar: a las mujeres de la revolución francesa, a las de la querella medieval, a las brujas de fines de la edad media, a las preciosas del XVII, a las sufragistas del siglo XIX y XX, entre otras. Pese a la violencia masculina, la única manera de trascender la negación originaria de nuestra existencia es mediante la expresión material de un pensamiento diferente. Y esto es justamente lo que el feminismo ha pretendido ser. Para eso, ha construido conocimientos, filosofía, teoría, ha diseñado una praxis política, ha interpretado la historia, ha producido movimientos sociales, ha organizado a las mujeres; pero muchas veces lo ha hecho sin abandonar la feminidad y esta carece de autonomía de pensamiento. Esto ha retardado, junto a otros factores, la posibilidad de construir una visión propia que tenga una continuidad visible en el tiempo, que sea accesible para cualquier mujer (y varón) de este mundo y que aluda a un referente radicalmente distinto al que impone el sistema patriarcal, es decir, que no reproduzca su lógica de dominio.

La palabra ‘dicotomía’ no me causa problema en sí misma. El problema recae en ese yo que corta, que separa y que divide en la cultura vigente; pero no en la acción misma de cortar, separar y dividir, muchas veces en dos y tan necesaria para la vida. En este sentido, el feminismo debe marcar una dicotomía teórica, filosófica, política y ética respecto del patriarcado. Es a lo que se refiere, en parte, Teresa de Lauretis en la siguiente cita: “Pues en realidad hay, innegablemente, una diferencia esencial entre la comprensión feminista y la no-feminista del sujeto y su relación con las instituciones; entre los conocimientos, discursos y prácticas feministas de las formas culturales, las relaciones sociales y los procesos subjetivos; entre una conciencia histórica feminista y una no-feminista. Esa diferencia es esencial en tanto que es constitutiva del pensamiento feminista y, por tanto, del feminismo: es lo que hace al pensamiento feminista, y lo que constituye ciertas formas de pensar, ciertas prácticas de escritura, de lectura, de imaginar, de relatar, de actuar, etc., situándolas dentro del históricamente diverso y culturalmente heterogéneo movimiento social que, no obstante sus calificaciones y distinciones, continuamos con buenas razones llamando feminismo.”(13)

En cambio, para Margarita Pisano el feminismo está fracasado(14). Y yo pienso que lo seguirá estando mientras no radicalice su diferencia, mientras no se bifurque ideológicamente de la civilización androcéntrica. En este sentido, el discurso del fracaso es una toma de conciencia, en especial en un contexto que pretende borrar –una vez más- la fuerza civilizatoria que potencialmente el feminismo posee. La posmodernidad y su feminismo propio, las políticas queer, el movimiento LGTB(15), el tema de las des-identidades o “diferencias” o el de las “nuevas masculinidades”, el tópico de la diversidad y la tolerancia, entre otros, forman parte del repertorio actual y sofisticado que el sistema vigente usa para que las mujeres sigamos sin historia. En esta oportunidad, arremetió más firmemente desde la academia, donde muchas, arrellanadas en el nicho cómodo de los “estudios de género”, irradian las corrientes de pensamiento masculinistas.

Mientras no se desmonte el sistema patriarcal desde sus fundamentos, no habrá cabida para la expresión radical de la diferencia, entendida como principio existencial. Si la experiencia fundante descansa sobre nuestra exclusión de lo humano y en la imposición de un único punto de vista legítimo para mirar la vida, interpretar la realidad y definir el mundo, en esta cultura androcéntrica solo puede haber uniformidad, disfrazada de la idea de un “sujeto universal”; y dentro de este marco, todo lo “diferente” es desigual. Para controlar la permanencia de una sociedad homogénea y contrarrestar la multiplicidad de la vida, el yo (masculino, jamás neutro) que corta y divide, bajo la apariencia de la inclusión, construye identidades. Y estas son manejables porque reproducen el principio de la uniformidad.

La feminidad es una identidad fundante del sistema patriarcal. Cuando Celia Amorós afirma que las mujeres somos idénticas quiere decir que somos reemplazables unas por otras, porque cumplimos la misma función social, es decir, prima entre nosotras, cultural y simbólicamente, la indiferenciación(16). De ahí que buscar nuestra “diferencia” respecto de los varones en la identidad femenina que, además, ellos nos armaron, es una soberana estupidez. Esto no quiere decir que ahora nos arroparemos con una identidad propia, el propósito es construir una cultura sin identidades y, al mismo tiempo, llevar a cabo el pendiente histórico y político de simbolizarnos a nosotras mismas.

Los movimientos posfeministas y queer cuestionan el concepto de identidad, razón por la que desmantelan la categoría de “la mujer” y defienden, en cambio, la pluralidad de diferencias. Esta idea se traduce en el tópico de la diversidad, utilizado profusamente en la mayoría de los espacios feministas actuales y también en muchas instancias de la cultura establecida. No obstante, este discurso conforma un nuevo paradigma identitario, porque promueve, otra vez, la indiferenciación. Bajo su alero caben las lesbianas, los gays, los/las trans, los/las travestis, los/las bisexuales; o bien, las distintas ideologías, movimientos o tipos de feminismos(17). La diversidad cubre razas y etnias, culturas, clases sociales, edades, discapacidades. Siempre incluyente, bajo su ancho paraguas las vivencias de un mismo dominio son intercambiables unas por otras.

Esto sucede porque el discurso de la diversidad es un mecanismo de neutralización de la expresión real de la diferencia que los análisis radicales del feminismo han sustentado. Son estos análisis los que oponen inicialmente la diferencia a la identidad. Tomando como punto de partida que las mujeres somos una diferencia negada en esta cultura y que este hecho es el fundamento de su desequilibrio, podemos proyectar una propuesta política que desmonte el dominio como modo de relación y dé cabida a la diferencia como principio existencial, a la vez que dicha propuesta expresa concretamente nuestra diferencia y socava nuestra negación. Victoria Sendón de León lo dice de la siguiente manera: “Nosotras reclamamos, desde la diferencia, ‘las diferencias’ porque somos diferentes frente a un modelo construido según los privilegios de lo viril, así como frente a una identidad de género también construida desde fuera.”(18) El tópico de la diversidad articula objetivos similares, pero esto es solo en apariencia, porque, si bien se asienta en el discurso radical de la diferencia, lo absorbe y despolitiza, pues su propósito estratégico consiste en considerar la diversidad como obligatoriedad discursiva, de tal manera que la autonomía política de las mujeres desaparezca. De esta forma, en nombre de la diversidad, el patriarcado no se pone en cuestión desde sus apretadas raíces y, al mismo tiempo, se desarticula la fuerza transformadora del feminismo radical de la diferencia.

No obstante, al contrario de lo que plantea la posmodernidad, las categorías de “la mujer” y la de género no son solo cuestiones discursivas que se puedan desmantelar. Nacer mujeres es un dato de la realidad que implica un componente biológico que me parece indiscutible, es decir, somos un cuerpo sexuado; y este hecho es indisoluble con otro elemento, el histórico: somos seres históricos. Con otras palabras, nacemos mujeres para una cultura misógina, que reviste su desprecio hacia nosotras con el orden simbólico de la feminidad. Y aunque esta operación sucede en un solo escenario -el sistema patriarcal-, podemos separar y distinguir el hecho de nacer mujeres, del otro hecho: el revestimiento simbólico, ideológico y material de lo femenino, que padecemos. La historia milenaria de resistencias y rebeldías de las mujeres da cuenta de esta división, porque devela una feminidad impuesta y un sistema de dominio como lo es el patriarcado. Esta historia revela la violencia masculina sobre nuestros cuerpos sexuados y el control ejercido sobre nuestra capacidad de dar vida.

Por eso, entre gays, travestis y transgéneros, las lesbianas se disuelven. No podemos comparar la experiencia histórica de las lesbianas con la de los homosexuales varones. Justamente porque esta es una cultura centrada en el varón y las lesbianas somos mujeres. Por lo tanto, el discurso de la diversidad se nos vuelve totalmente inocuo en la medida de que encubre el abuso de poder de la civilización patriarcal y la potencialidad política del lesbianismo se ahoga en las estancadas aguas del movimiento LGTB. La fuerza transformadora del lesbianismo se sintetiza en la frase de Sheyla Jeffreys: “toda mujer puede llegar a ser lesbiana”(19), lo que significa que toda mujer puede abandonar el mandato patriarcal de servir a un varón y, al amar a otra mujer, puede romper, al mismo tiempo, con otro mandato: el de la misoginia. De esta manera, el lesbianismo pone en jaque la feminidad, el romántico amoroso, la traición de la madre, la ideología de la prostitución y la sexualidad reproductiva(20). En este sentido, desechar la categoría mujer arrastra el control patriarcal sobre el lesbianismo; eLeGeTiBizarlo o incorporarlo en cualquier discurso que enfatice el tópico de la diversidad, implica imprimirle un sello identitario.

El concepto de identidad es equivalente al de lengua saussuriana(21), proyectada como un tablero de ajedrez donde cada pieza ocupa un lugar definido por su oposición con otras piezas. Es indiferente si juego con lentejas, botones, perlas o con las piezas genuinas del ajedrez; lo importante es que cumplan la función designada en el juego: el peón es tal porque no es caballo ni reina, da lo mismo si lo representa un poroto o un soldadito de plomo.

Así definió el concepto de lengua Ferdinand de Saussure en 1916 e inauguró la ciencia lingüística. Este es el lenguaje que la institucionalidad masculina impone para construir la realidad y relacionarnos. Además, la influencia de la lingüística -“la más natural de las ciencias sociales”, afirma Bourdieu(22)- en las disciplinas que estudian el comportamiento humano en sociedad, como la antropología y la sociología, es decisiva. Finalmente, todas aluden a una estructura neutra, universal y abstracta. Sin  embargo, el tablero de ajedrez es el sistema androcéntrico, que define las identidades de su juego mediante oposiciones que no son neutras, al contrario, están impregnadas de la idea de superioridad: la feminidad está definida por la masculinidad, al configurarse en el sistema de la lengua como lo No masculino. Es decir, son relaciones de oposición, pero de oposiciones basadas en una lógica de dominio incluyente.

El posfeminismo y las políticas queer -inspirados en la posmodernidad que, justamente, surge como contra respuesta a las instituciones monolíticas, como la ciencia- reestablecen la misma lógica. No escapan al tablero, solo revuelven sus piezas allí dentro. Revolución y revolver comparten el mismo étimo(23). En esto han consistido las revoluciones masculinas: revolver las piezas, sin poner en cuestión el tablero; para hacerlo tendrían que asumir su profunda ignorancia respecto de la historia de las mujeres. En las prácticas queer el travestismo se convierte en una performance revolucionaria: da cuenta de la falacia del género, pero no devela ningún sujeto político e histórico tras el disfraz, por lo tanto, refuerza la idea androcéntrica de un “sujeto universal” y la práctica performática se transforma en un divertimento peligrosamente frívolo.

El discurso de la diversidad de razas, clases sociales, edades, discapacidades, opciones sexuales, etnias, etc., alude a una fragmentación sectorial que ha sido útil para desarticular la fuerza civilizatoria del feminismo. Al ser identitario, el tópico globalizador de la diversidad se traduce en demandas al sistema patriarcal, empoderándolo cada vez más. Y como dice Audre Lorde, “…las herramientas del amo no desmantelarán nunca la casa del amo. Nos permitirán ganarle provisionalmente a su propio juego, pero jamás nos permitirán provocar auténtico cambio.”(24) Es decir, desde la lógica de la inclusión no se deconstruye la visión androcéntrica, porque esta lógica es su principal herramienta. La misma que deja atrapados los análisis feministas en el género, principalmente los de la academia.

Nuestra potencia política está en la exclusión: las mujeres gozamos de una extranjería radical. Y desde este lugar, podemos “aprender cómo coger nuestras diferencias y convertirlas en potencias.”(25) En este sentido, “nuestras diferencias” -que en el contexto vigente son desigualdades- no debieran dividirnos, al contrario, tendrían que potenciarnos para profundizar en el conocimiento del dominio patriarcal y precipitar su desmontaje. Y cuando digo que no debieran separarnos no lo hago con inocencia, porque sé de las traiciones históricas entre las mujeres y de las representatividades autoconcedidas dentro del feminismo. Últimamente, la mayoría de los discursos feministas se entretiene en nombrar todos los ejes articuladores que marcan la diversidad entre las mujeres, pero muy pocos se detienen en un análisis deconstructivo de la feminidad, vista no como fachada, disfraz o rol social, sino, parafraseando a Virginia Woolf, como ese largo cautiverio que nos ha corrompido tanto por dentro como por fuera(26). La intencionada moda epistemológica dicta, hoy en día, que es más importante insistir en las “diferencias” que nos separan a las mujeres, que en la experiencia en común que nos une. Y tras los devaneos intelectuales de la posmodernidad, tampoco se escucha una propuesta política y filosófica que contrarreste la macroideología patriarcal.

Desde el feminismo radical de la diferencia, en cambio, se trata de tomar esta experiencia en común para transformarla en proyecto político y filosófico que, situado desde afuera, ahonde en el conocimiento de los mecanismos fundantes y, también, en aquellos que perpetúan la cultura androcéntrica; todo esto para abandonarla y proponer otros modos de relacionarnos entre las y los seres humanos y con el mundo. En este sentido, las especificidades que efectivamente existen entre nosotras –la clase, la raza, la edad- debieran unirnos ideológicamente para sacar adelante la construcción de este foco de referencia que, esperamos, sea atractivo para muchas (y muchos) y que, con su sola presencia, desmonte el esencialismo de nuestras mentes. Y, en este sentido también, nuestras divisiones debieran estar motivadas por ideas –y no por la fragmentación identitaria del sistema patriarcal-, por diferencias ideológicas asumidas y explicitadas con total claridad para poder discutirlas y confrontarlas. Esto sería ensayar un modo de relacionarnos y de hacer política sin la lógica de la inclusión, sino, donde la diferencia tenga cabida como principio existencial.

¿Hasta cuándo seguiremos participando de la gran derrota del hombre, de ese “sujeto universal” que no es tal y tras el cual se esconde nuestra negación? Cuánto tiempo más demoraremos en darnos cuenta de que esta idea es la base de una civilización desequilibrada. El yugo del que nos advierte Lonzi, provocado por la integración igualitarista, hoy se viste con un nuevo ropaje, el de la posmodernidad y su feminismo. Cada revestimiento profundiza el olvido de nuestra historia (“nos borran las huellas, las huellas de las huellas”)(27) y, al mismo tiempo, el poder patriarcal se vuelve cada vez más simbólico, invisible y tirano. Y es el sistema académico e intelectual uno de los principales mecanismos de la sofisticación de su dominio.

Al desmantelar la categoría de “la mujer”, el posfeminismo refuerza el más ignoto e intencionado vacío que mantiene esta cultura para perpetuarse, a saber: la milenaria historia de resistencias y rebeldías de las mujeres. Junto con esto, nos ata de manos para construir políticamente desde nosotras, porque sin conciencia histórica es imposible proponer un proyecto de futuro. Lo  que, en última instancia, nos conduce a sostener la esencialista creencia de que esta civilización androcéntrica es la única versión de la humanidad que puede existir. Qué esperamos para radicalizar nuestra diferencia política y rechazar las ideologías masculinas que siempre nos han intervenido, absorbiendo y despolitizando nuestra fuerza transformadora para preservar su dominación, o bien, supeditándola a los objetivos de sus luchas, las que jamás desatarán los nudos originarios(28) de su cultura deshumanizada.

2010.

*Con este texto, intenté configurar la idea de un “feminismo radical de la diferencia”, que es el nombre que uso para distinguir una específica línea de pensamiento feminista.

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  1. Virginia Woolf: Un cuarto propio. Horas y HORAS, la editorial. Madrid, 2003.
  2. La palabra ‘radical’ -proveniente del griego- quiere decir “que toma las cosas desde la raíz”. Ver Joan Corominas: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Gredos. Madrid, 2000.
  3. Es primaria no solo linealmente, esta operación también es un presente continuo, un gerundio; es decir, en ella se asienta el fundamento de la cultura en vigencia.
  4. Margarita Pisano: Deseos de cambio o ¿el cambio de los deseos? Akí y Ahora. Chile, 1995, 2011; Un cierto desparpajo. Ediciones Número Crítico. Chile, 1996; El triunfo de la masculinidad. Surada. Chile, 2001; Julia, quiero que seas feliz. Surada. Chile, 2004, 2012. La pensadora, a lo largo de su producción teórica, ha desarrollado, entre otras ideas importantes, la del patriarcado como una civilización macro que cuenta con un inicio y un término posible, donde las mujeres somos extranjeras. Esta idea conforma una perspectiva de análisis desde donde nos situamos para interpretar la realidad existente y construir nuevas realidades.
  5. Defino por primera vez este concepto, en Pisano, M. & Franulic, A.: Una historia fuera de la historia. Biografía política de Margarita Pisano. Editorial Revolucionarias. Santiago, 2009.
  6. Andrea Franulic: Una historia fuera de la historia, ibidem.
  7. Carla Lonzi: Escupamos sobre Hegel. La mujer clitórica y la mujer vaginal. Editorial Anagrama. Barcelona, 1981.
  8. Carla Lonzi, ibidem.
  9. Carla Lonzi, ibidem.
  10. El concepto de lo íntimo, privado y público y el del romántico amoroso que uso en el párrafo siguiente, los define Margarita Pisano en sus libros.
  11. Joan Corominas, ibidem.
  12. Margarita Pisano, ibidem.
  13. En Debate feminista, año I, vol. 2, septiembre 1990. “El feminismo en Italia”. Editorial: Marta Lamas, México. El artículo de Teresa de Lauretis se encuentra en las páginas 77-115.
  14. Margarita Pisano, ibidem.
  15. Lesbianas, Gays, Travestis, Transexuales, Transgéneros, Bisexuales.
  16. Celia Amorós: Feminismo. Igualdad y diferencia. UNAM. México, 2001.
  17. Para profundizar en el uso que el feminismo institucional hace del tópico de la diversidad de feminismos, ver Andrea Franulic: Una historia fuera de la historia, ibidem.
  18. Victoria Sendón de León: Marcar las diferencias. Discursos feministas ante un nuevo siglo. Icaria, Más Madera. Barcelona, 2002.
  19. Sheila Jeffreys: La herejía lesbiana. Ediciones Cátedra. Madrid, 1996.
  20. Para profundizar en la idea de la traición de la madre se puede ver Adrienne Rich: Nacemos de mujer. Ediciones Cátedra. Madrid, 1996; también Margarita Pisano, ibidem. Para la ideología de la prostitución, ver Charo Altable: Penélope o las trampas del amor. Mare Nostrum. Madrid, 1991.
  21. Ferdinand de Saussure: Curso de lingüística general. Editorial Losada. Buenos Aires, 1945.
  22. Pierre Bourdieu: ¿Qué significa hablar? Ediciones Akal. Madrid, 2008.
  23. Joan Corominas, ibidem.
  24. Audre Lorde en María Milagros Rivera Garretas: Nombrar el mundo en femenino. Icaria. Barcelona, 1994.
  25. Audre Lorde, ibidem.
  26. Virginia Woolf: Relatos completos. Alianza Editorial. Madrid, 2008.
  27. Celia Amorós: Feminismo: igualdad y diferencia. PUEG, UNAM. México, 2001, p.34.
  28. Las cursivas aluden –si bien, no de manera literal- a frases del libro ya citado de Carla Lonzi.

Una lectura cualquiera un día cualquiera

Galeano, escritor uruguayo de este y del pasado siglo, es un  pensador crítico. Sin  embargo, su análisis crítico no alcanza para dejar de proyectar a las mujeres en ese territorio de “lo otro” que deja a la masculinidad intacta y su orden inamovible. Entonces la crítica no llega, no toca el fondo, se queda como varada. Definitivamente, los pensadores (y pensadoras) masculinistas no logran imaginar la vida sin feminidad ni masculinidad.

En su artículo, Galeano menciona varios delirios, llama “delirios” a esto de pensar la existencia de otro mundo. La misma palabra ya nos sitúa en una quimera, en la sospecha de que nada podría moverse mucho. Y nombra algunos que, a estas alturas, ya son lugares comunes, como “la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar” y dice otros casi bellos, como “serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma”.

Pero cuando Galeano llega a las mujeres, cuando llega, finalmente, a la posibilidad de, al menos, atisbar las razones que explican el desequilibrio de esta civilización, su masculinismo lo traiciona y no puede evitar el delirio de decir “una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los EEUU de América”; y luego más adelante: “una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú”. El autor no puede sino ver a las mujeres como naturaleza y, sonrientes, verlas accediendo a los espacios ya dados, a aquellos donde el delirio de Galeano ni siquiera arroja una llama para remecerlos. Es el esencialismo intrínseco a la masculinidad que, una y otra vez, reestablece el orden.

Una mujer por ser mujer, por ser negra, por ser india. No porque construye pensamiento o porque tiene una propuesta de mundo diferente, un proyecto filosófico y político que no responde a las ideologías conocidas. La capacidad de pensar autónomamente es la que no nos atribuyen –no nos ven pensantes- y, muchas muchas veces, nosotras les creemos.

¿Qué le podemos decir a Galeano? Nada. No hay nada que decirle ni pedirle a la masculinidad. Solo hay que abandonarla.

2010.

*Cuando recién hice circular este texto, Sandra Lidid, a quien le gustó mucho, lo compartió en su blog.

 

La voltereta del posfeminismo

A propósito de discursos “sin la madurez de la memoria”

…la contestación a su pregunta ha de ser que la mejor manera en que podemos ayudarle a evitar la guerra no consiste en repetir sus palabras y en seguir sus métodos, sino en hallar nuevas palabras y crear nuevos métodos. La mejor manera en que podemos ayudarle a evitar la guerra no consiste en ingresar a su sociedad, sino en permanecer fuera de ella… (Virginia Woolf, 1938, en Tres Guineas).

Son conocidos los argumentos y los hechos que deconstruyen los fundamentos ideológicos y las prácticas políticas del feminismo liberal. Situándome, solamente, en el mundo occidentalizado y en los inicios de la llamada “segunda ola feminista”, tropiezo con los análisis políticos del feminismo radical y cultural en Norteamérica y el feminismo de la diferencia en Europa por las décadas de los sesenta y setenta. Estos feminismos comparten el rechazo contra las políticas feministas que le demandan “derechos humanos” al poder patriarcal. Ponen en cuestión el deseo de las mujeres de ser reconocidas por una civilización que han proyectado y pensado los varones; el deseo de integrarse a una simbólica y a un aparataje institucional que se han trascendido en base a declararnos inexistentes.

La historia de reivindicaciones feministas da cuenta de cómo cada conquista o acceso conseguidos por las mujeres (educación, sufragio, aborto, liberación sexual, mundo laboral, no violencia) no ha mejorado ni, menos aún, ha cambiado el mundo sustancialmente; al contrario, han sido absorbidos por la deshumanización y el desequilibrio intrínsecos de la civilización masculinista, remozándola. Las puertas que nos abrieron nuestras antecesoras, cuyas reivindicaciones llevaron la marca de la radicalidad, no fueron seriamente analizadas por las liberales post-sufragismo, cuyas demandas llevan la marca arribista del oportunismo político, terminando por cristalizar el fracaso de los mal llamados “avances feministas”.

Es así entonces que Nelly Richard, connotada teórica del post-feminismo criollo, en la mesa inaugural del coloquio “Por un feminismo sin mujeres” (1), usa los verbos “reclamar, solicitar, requerir, urgir” cuando alude a las “tácticas” políticas del feminismo. Por ejemplo: “reclamar contra el fallo del tribunal constitucional en relación a la Píldora del Día Después” o “solicitar, requerir, urgir respecto de la despenalización del aborto”. Es decir, se refiere a las recurridas estrategias del feminismo institucional, también denominado “feminismo de la igualdad” o “feminismo liberal” (dejando a un lado la heterogeneidad que podría existir entre los tres): “…la grupalidad del nosotras las mujeres, (…) sí importa cuando tengamos que reclamar contra el fallo del tribunal constitucional de la Píldora del Día Después o cuando haya que salir a la calle para solicitar, requerir, urgir respecto de la despenalización del aborto. Bueno, ahí, nosotras las mujeres todavía importa…” (2)

Pero Nelly Richard no solo nos conmina a usar, de manera táctica, la expresión las mujeres para salir a reclamar contra el fallo del tribunal constitucional, sino, al mismo tiempo, en el nivel teórico, nos invita a “desbordar, exceder, deconstruir” el signo “mujer”: “…El nombre mujeres puede usarse con comillas o sin comillas. La versión esencializada del feminismo binario, (…), que aquí se estaría refutando, y a la vez mujeres con comillas para aquel feminismo deconstructivo (…) que yo sí creo debe desbordar, exceder la categoría mujeres junto con deconstruir esa categoría (…) me parece que permite hacer oscilar el género (…), entre comunidad las mujeres que sí le importa al feminismo como movimiento social y, a la vez, como desidentidad que quisiéramos compartir aquí…”

Richard separa el cuerpo teórico del movimiento social. Acusa recibo de una de las dicotomías más burdas de los análisis políticos. Yo, particularmente, no tengo ningún problema con las dicotomías en sí, al menos no constituyen ningún fantasma para mí, porque es la lógica de dominio incluyente la que conforma el modus operandi del sistema masculinista. Pero me sorprende, porque las personas de este coloquio sí tienen problemas con las dicotomías, y muchos. Es más, el discurso binario pasa a ser un anatema para esta tendencia, y sus ángeles vengadores están atentos a acusar y sancionar moralmente cualquier asomo o atisbo de binarismo en los discursos ajenos. Extraña situación.

Sin embargo, tras esta arbitraria división que hace Richard, los dos niveles de su propuesta se unen para apuntalar el mismo objetivo político. Tanto en la táctica (“urgiendo por la despenalización del aborto”) como en el discurso (“desplazando el signo mujer”), las mujeres -con comillas y sin comillas- se des-integran en la civilización androcéntrica, material y simbólicamente. Como dice Linda Alcoff, tras desplazar y desmantelar el signo mujer nos quedamos, al parecer, con la idea de un sujeto universal y abstracto, con el mismo humano genérico por el que apuesta el liberalismo y, consecuentemente, el feminismo liberal o de la igualdad, y que las feministas radicales, culturales y de la diferencia de los años sesenta y setenta pusieron al descubierto (4). La cultura patriarcal se ha valido de la creencia de un sujeto universal, abstracto e incluyente para cubrirse las espaldas: el Hombre, y también para disfrazar de inamovible su dominio, en especial, lo que nos hace a las mujeres: incluirnos como femeninas y excluirnos como seres humanas.

Desplazar el signo mujer opera como una negación sobre la negación. Como las mujeres no hemos logrado marcar el mundo con una historia y una adscripción simbólica propias, relatadas, visibles, conocidas que nos sostengan y que, al menos, contrarresten el referente androcéntrico, no encontramos una propuesta distinta (sin dominio) de ser personas tras el desmantelamiento del signo mujer; nos encontramos con un sentido de la existencia masculinista, o sea, con un sentido depredador de la existencia. Por lo tanto, el signo mujer –y las mujeres con y sin comillas- se des/integran en la feminidad, esencializándola aún más. No por nada las teóricas de esta tendencia están femeninamente arrellanadas en la academia masculinista; solo pueden estar allí y así a costa de este ejercicio discursivo deshistorizado al que se dedican.

Nelly Richard, entonces, se equivoca cuando se lee genealógicamente en el trasnochado feminismo de la diferencia: “feminismo de la diferencia, luego (…) un feminismo que pasa a ser de las diferencias y luego un feminismo deconstructivo, postmetafísico, postestructuralista…”. Porque todo el desarrollo anterior me lleva a concluir que el post-feminismo no es más que el trasnochado feminismo liberal o de la igualdad, barnizado y revestido con post-modernidad; y es parte del resultado actual del proceso de institucionalización que hace 20 y más años se emprendió contra el movimiento feminista chileno y también latinoamericano.

Mientras el feminismo siga congelado en el tiempo eterno de la feminidad, reclamándoles, solicitándoles, requiriéndoles, urgiéndolos, implorándoles, demandándoles, o bien, denunciando a los poderes masculinos, estos se mantendrán dichosos manejándonos con nuestras supuestas “conquistas”: alargándolas, quitándolas, otorgándolas, reemplazándolas o atribuyéndoselas de acuerdo a sus intereses, sus crisis, sus guerras, sus modas o sus cambios de humor, de acuerdo a sus urgencias. Y las mujeres seguirán des/integrándose en su civilización, creyendo en ellos, aceptando sus migajas o haciéndoles la guerra. En definitiva, creyendo en su cultura como la única posible. Por eso concuerdo con Pisano en que el feminismo – y por muy post que se lea hoy en día- “está tomado, repetitivo y aburrido, demandante y quejoso, decadente y sin la madurez de la memoria”. (5)

Santiago, julio de 2010

Referencias:

  1. Me refiero al Segundo Circuito de Disidencia Sexual “Por un feminismo sin mujeres”,  organizado por la Coordi…nadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS) de la Universidad de Chile, y por el Diplomado en Estudios Feministas de la Universidad Arcis. Junio, 2010.
  2. La mesa inaugural del Segundo Circuito se puede escuchar en http://www.disidenciasexual.cl/2010/06/escucha-el-panel-inaugural-del-segundo-circuito-de-disidencia-sexual/
  3. Para quien quiera leer un análisis riguroso y una interpretación radical de los hechos que concertaron –y del debate político que rodeó- la institucionalización del feminismo en este país y parte de Latinoamérica y, asimismo, profundizar en la historia y los planteos de Pisano, las Cómplices y las voces pensantes de la corriente autónoma; en especial, en el discurso de las diferencias ideológicas y de las corrientes de pensamiento feministas, ver: Pisano, M. & Franulic, A. (2009). Una historia fuera de la historia. Biografía política de Margarita Pisano. Santiago: Editorial Revolucionarias.
  4. “Para el liberalismo, en último extremo, la raza, la clase y el género carecen de importancia en relación con cuestiones como la justicia y la verdad, porque, ‘en el fondo, todos somos iguales’. Según el post-estructuralismo, la raza, la clase y el género son constructos, por tanto, no pueden ratificar ninguna concepción sobre la justicia y la verdad, puesto que no existe una sustancia esencial subyacente que liberar, realzar o sobre la que construir. Por tanto, vuelve a confirmarse aquí que, en el fondo, todos somos iguales.” En Alcoff, L. (1988). Feminismo cultural versus post-estructuralismo. http://www.creatividadfeminista.org El planteo de Alcoff se condice con los análisis que se han realizado desde la autonomía cómplice –y que yo misma he realizado- en relación al tópico de la diversidad. Es decir, cómo el discurso de la multiplicidad de diferencias cae, otra vez, en la indiferenciación, la uniformidad y la homogeneidad. O cómo el discurso des-identitario vuelve a reponer las identidades.
  5. Pisano, M. (2004). Julia, quiero que seas feliz. Santiago: Editorial Surada (p.73).

*Al escuchar por internet el audio de la presentación de Richard en el coloquio “Por un feminismo sin mujeres”, me alenté a escribir este análisis. En un texto de la autora que se titula Postfacio/Deseos de… ¿Qué es un territorio de intervención política?, y que aparece publicado en el libro Por un feminismo sin mujeres. Fragmentos del segundo circuito desidencia sexual (2011), Richard alude a mi análisis en un pie de página y representa el feminismo que ella denomina “identitario” en el discurso de Pisano y en el mío, en oposición a su feminismo, el deconstructivo.