La palabra de la insolencia

La insolencia es pensante, no reaccionaria. No consiste en mostrar las tetas, pintarse el cuerpo, ponerse bigotes o gritar el trasnochado “somos malas, podemos ser peores”. Se trata, más bien, de construir un pensamiento -expresado en gestos, actitudes, relaciones y palabras- que radicalice la mirada crítica para cuestionar el patriarcado desde sus fundamentos, sin ninguna concesión ni complacencia. La puesta en acción de un discurso que se reconoce en la historia de la autonomía política de las mujeres y recupera –en un acto siempre nuevo- sus voces rebeldes. Los argumentos que surgen de una experiencia corporal que es escuchada y percibida como nunca antes. Cuando se abandona el cliché, el lugar común, la idea prejuiciada, la imaginación estereotipada, las convenciones, los lugares sagrados… la obediencia.

Esta insolencia se pierde cada vez que ingresa a la academia. El patriarcado y sus mujeres colaboradoras la matan en ese espacio refrendado por el conocimiento legítimo y por la Ciencia. Así, los referentes teóricos surgidos de un pensar entre mujeres fueron desplazados por los machos posmodernos. El feminismo en lugar de ser una posición, un desde donde, pasó a ser un objeto de estudio. La teoría feminista se trocó por estudios de género. Los estudios de las mujeres se travistieron en estudios de la masculinidad. El lesbianismo lo borró el queer. La visión holista de la teoría feminista trasmutó en despedazamiento temático. Y el feminismo, de lugar político y creativo, se convirtió en uno laboral. (Pisano, 1996).

Las mujeres abandonaron la interlocución con las otras mujeres para buscar la legitimidad del macho académico, pseudolibrepensador. Esta es una de las acciones más autodestructivas. En este gesto renace la obsecuencia, el hablar bajito, el pedir permiso para decir. La palabra desapasionada busca lo políticamente correcto y no incomoda, no remece ni rasguña. La palabra sin cuerpo se encuentra en el argumento cool, en el razonamiento respaldado, en la tesis autorizada. La palabra neutra teje una intertextualidad de siglos: la urdimbre ideológica de las mentiras y los secretos del patriarcado para excluirnos a las mujeres de lo humano y atraparnos en la feminidad.

La palabra se debilita, y surge distante y moderada en la voz de Alejandra Castillo, feminista académica, quien desarrolla sus preocupaciones teóricas sobre el feminismo en una entrevista realizada el 2012 por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile (http://vimeo.com/49331300). La entrevista está inundada de expresiones que actúan atenuando el discurso, atemperándolo, encubriendo cada idea con un manto tibio para no dañar al interlocutor y esperar su reconocimiento: de alguna manera, más bien, de algún modo, podría pensar, podríamos pensar, digamos, podríamos decir, se puede pensar, yo creo, parece, podría estar, podríamos describir, vendría a ser, vendría a hacer, debiese alterar, se piensa necesario, quizás… Las que usa varias veces a lo largo del texto.

Pero no son solo estas expresiones de buenos modales las que manifiestan una relación de poder, también esta se refleja en las ideas, tanto en aquello que Castillo afirma como en lo que oculta. Entonces dice que…

“…artistas visuales como Regina Galindo en Guatemala, cuando en esa performance se escribe en su pierna con un cuchillo ‘perra’, entonces uno se pregunta, bueno, desde una política afirmativa de mujeres, ¿cuál es el objetivo de Galindo que se escribe en su pierna el insulto que genera una subvaloración de las mujeres en el espacio público? (…) es asumir precisamente esa representación subalterna o subvalorada de las mujeres (…) pero no ya recurriendo al lugar incontaminado de las mujeres, pensar a las mujeres como buenas, santas y protectoras, sino que asumir el propio cuerpo como lugar de la inscripción del patriarcado”.

La academia, institución masculinista, abre sus puertas a discursos como el precedente, porque le son funcionales. La cita anterior no escapa a la lógica dicotómica, que proyecta a las mujeres en el espacio estanco de la feminidad, donde encarnamos a la puta o a la santa. Peor todavía es disfrazar de transgresora una acción como la de escribirse “perra” con un cuchillo en la pierna, que perpetúa la misoginia, la autodestrucción, el (sado) masoquismo. Siglos de esto. Se intenta hacer una política feminista con las mismas herramientas del amo, como dijo alguna vez Audre Lorde. Y por eso el amo deja pasar estos discursos a su casa, porque refuerzan su palabra, su ley, su ideología y su lógica de pensamiento. Refuerzan el odio contra las mujeres y, como contrapartida, la legitimidad de los hombres. ¿Castillo ignora cuán inscrita está la misoginia en nuestros cuerpos, que aboga por exacerbarla? ¿Ignora cuántas veces, en efecto, el cuchillo masculino ha atravesado nuestros cuerpos?

Para realizar esta hazaña, se necesita borrar un tercer punto de vista que escapa a la dicotomía puta/santa. Esta tercera perspectiva es la de un feminismo pensante y rebelde, que propone sanarnos de la misoginia, no mediante una exaltación de virtudes femeniles y su pureza, sino por el ejercicio libre de la capacidad de pensar y de estar expresadas (Pisano). Y esto no debe ser leído como una fragmentación –otra vez contaminada de prejuicios patriarcales- entre cuerpo y mente. Al contrario, solo podemos pensar libremente con el cuerpo. El precio que las mujeres –alegremente- pagaron para arribar a la academia fue la sepultación del feminismo radical de la diferencia. Ese fue el costo que el amo exigió.

La corriente radical de la diferencia rechaza el acceso a los espacios patriarcales de poder, se niega a refrendar una cultura deshumanizada; escupe, como Carla Lonzi, contra todo referente masculino. En definitiva, declara fracasada la civilización (Lonzi, Pisano). En cambio, Castillo pone el acento en una performance como la anteriormente descrita y, en completa coherencia y sintonía con esto, sugiere la instalación no elitista de las mujeres en los espacios gubernamentales:

“…la pregunta es ¿qué otras políticas generar?, una respuesta es la política de cuotas, hacer que los partidos políticos incorporen un porcentaje obligatorio de participación de mujeres, y ya no corregir desde arriba, sino que corregir desde los propios partidos y desde allí desorganizar el orden de la representación masculina en los partidos políticos…”.

Las buenas maneras se plasman en las palabras de esta feminista académica. La autora, desde una visión esencialista, declara que por la sola presencia de mujeres, cuerpos sexuados mujeres, se puede desorganizar el orden de representación. Y qué discursos construyen esas mujeres, qué proyectos políticos tienen detrás, qué propuestas filosóficas y, especialmente, ¿con qué historia acceden a estos espacios patriarcales, los mismos que sistemáticamente nos han dejado sin historia?

El panorama actual del feminismo oscila entre un hacer reactivo, un activismo vacío de contenido, y estas teorizaciones academicistas, que transitan entre el género, la performance y los argumentos posmodernos. El feminismo necesita teoría, genealogía, historia, pero no a partir de estos refritos discursivos. Para nosotras, en el Movimiento Rebelde del Afuera, la teoría, la producción de conocimiento, la escritura de la historia, la elaboración de ideas, la articulación de un discurso consistente, constituyen un hacer política válido. Confiamos en la acción de la palabra, pero en la palabra insolente; esa que no le pide permiso al sistema masculinista para pensar. Nuestras palabras tienen que llevar el eco de las palabras rebeldes de las mujeres pensantes.

2013.

Algunas pistas para socializar a Gabriela Mistral desde un Afuera político

ALGUNAS PISTAS PARA SOCIALIZAR A GABRIELA MISTRAL DESDE UN AFUERA POLÍTICO(1)

He estado leyendo unos artículos de Gabriela Mistral del año 27 donde la poeta se refiere al feminismo (2). Alejada yo de llevar a cabo un análisis literario de la obra de la autora, me ha interesado, no obstante, su mirada ideológica respecto de las mujeres. Y este interés, aún precario, surge a partir de la constatación de que al lesbianismo activista en este país se le ha dado por recuperar a “nuestro premio Nobel” cuando los amores de Mistral con otras mujeres han abandonado el territorio de la sospecha para entrar campantes al de los hechos.

Sin duda alguna, la construcción de una historia propia es acción política necesaria, pero no puede ir sino acompañada de un concierto de preguntas: qué historia queremos construir, desde qué visión ideológica lo haremos, a qué mujeres nos interesa recuperar, cómo las vamos a socializar, en qué espacios, con qué lenguaje, etc., etc. Sin desmerecer el entusiasmo de las compañeras que han querido arrebatarle al patriarcado la figura de Gabriela, sospecho que este gesto carece de profundidad política y la Mistral es otra vez un ícono -ahora lésbico ¿o gay?- al más duro estilo patriarcal. Sabemos, a estas alturas, que los íconos y los slogans ni siquiera rasguñan el sistema vigente y que nuestras políticas requieren urgentemente de profundidad, reflexión y consistencia.

En este contexto, quiero aportar algunas pistas –todavía mínimas- para socializar –desde el presente- a Gabriela Mistral. Con otras palabras, darle contenido ideológico a su lesbianismo, pues también sabemos, a estas alturas, que ser lesbiana no es un gesto subversivo en sí mismo o, al menos, no es suficiente. Ahora bien, si se piensa que la Mistral es recuperable por el solo hecho de ser lesbiana, me parece que estaríamos cayendo en un esencialismo peligroso.

De acuerdo a mi lectura e interpretación de estos textitos de la poeta, me atrevo a afirmar que Mistral es una lesbiana masculinista, misógina. Quién sabe esta figura sea completamente acorde a las actuales políticas gay-lésbicas de lo raro, lo queer: un cuerpo de mujer con mente de hombre… quién sabe. Para mí, desde el lugar ideológico donde me sitúo, lo importante es descubrir en las mujeres sus gestos y pensamientos insolentes. Me interesa sobre todo averiguar cómo piensan, cuáles son sus ideas y si estas nos entregan datos que nos sirvan de referente para una política subversivamente civilizatoria.

Mistral está alejada de aquello. No obstante, coincidimos –ella y yo- en que el feminismo de la igualdad no nos abre a las mujeres el camino de la libertad: “Yo no creo en el parlamento de las mujeres, porque tampoco creo en el de los hombres” (p.59), afirma acertadamente la poeta. Idea a la cual me adscribo y que hoy tiene la misma vigencia. La autora no cree en los cambios a partir de las leyes, sino a través de las costumbres. En este terreno, ella apuesta por una reorganización de la división del trabajo, tomando como punto de partida la diferencia entre los sexos. Y elabora una propuesta política concreta y contingente, porque en ese momento la discusión feminista versaba, entre otros aspectos, sobre los nuevos espacios laborales que las mujeres estaban conquistando.

Con las herramientas que hoy manejamos, aportadas por la segunda ola feminista en el mundo (occidental), me permito afirmar que la autora cuestiona críticamente el feminismo de la igualdad desde la diferencia sexual, categoría analítica, esta última, subversiva, dependiendo desde donde se la socialice. En el caso de la poeta, se trata de la más elemental y masculina de las reflexiones. Ella usa un concepto heterosexual de la diferencia y no una idea radical de la misma. Es decir, coincidimos, ella y yo, guardando las proporciones y las décadas que nos separan, en la crítica contra la igualdad desde la diferencia, pero hay una brecha inconmensurable: mi cuestionamiento surge a partir de lo que yo llamaría el feminismo radical de la diferencia, mientras el de ella se sostiene en la heterosexualidad más acérrima.

El concepto heterosexual de la diferencia se define de la siguiente manera: “Para algunas (y algunos) la diferencia significa subrayar que las mujeres son una cosa distinta de los hombres (más éticas, menos violentas, etc.), que se diferencian, pues, en contenidos de los hombres, los cuales quedan por necesidad como punto de referencia” (p.183)(3). Para Mistral, sin duda alguna, los hombres son el punto de referencia y desde ahí despliega su “programa” que se sostiene en la indiferenciación sexo/género, es decir, no da el paso de ruptura entre la diferencia y la desigualdad, retorna (o nunca despega) del esencialismo/naturalización de los géneros. De esta manera, su propuesta de reorganización del trabajo no abandona ninguno de los pilares patriarcales que históricamente han sustentado la división sexual del mismo.

Moderada y conservadora, como un honorable varón, la poeta propone para las mujeres aquellos oficios ligados al cuidado de la infancia, porque allí radica el espacio natural de nuestro sexo. Dejémosla hablar a ella:

“La entrada de la mujer en el trabajo, este suceso contemporáneo tan grave, debió traer una nueva organización del trabajo en el mundo. Esto no ocurrió y se creó con ello un estado de verdadera barbarie sobre el que yo quiero decir algo. Con lo cual empezaré a entregar mi punto de  vista sobre el feminismo, para aliviarme de un peso” (p.44).

“La brutalidad de la fábrica se ha abierto para la mujer; la fealdad de algunos oficios; sencillamente viles, ha incorporado a sus sindicatos a la mujer; profesiones sin entraña espiritual, de puro agio feo, han acogido en su viscosa tembladera a la mujer. Antes de celebrar la apertura de las puertas, era preciso examinar qué puertas se abrían y antes de poner el pie en el universo nuevo había que haber mirado hacia el que se abandonaba, para mesurar con ojo lento y claro” (p.44).

“Yo pondría como centro del programa este artículo: Pedimos una organización del trabajo humano que divida las faenas en tres grupos. Grupo A: Profesiones u oficios reservados absolutamente a los hombres por la mayor fuerza material que exigen o por la creación superior que piden y que la mujer no alcanza. Grupo B: Profesiones u oficios reservados enteramente a la mujer, por su facilidad física o por su relación directa con el niño. Grupo C: Profesiones u oficios que pueden ser servidos indiferentemente por hombres o mujeres” (p.46).

“Yo no deseo a la mujer como presidenta de Corte de Justicia, aunque me parece que está muy bien en un Tribunal de Niños. El problema de la justicia superior es el más completo de aquí abajo; pide una madurez absoluta de la conciencia, una visión panorámica de la pasión humana, que la mujer casi nunca tiene. (Yo diría que jamás tiene)” (p.46).

“A pesar de Juana de Arco, sí, a pesar: la pobrecita doncella de Francia, marca con su actuación una hora en que el hombre ha debido estar envilecido no sé hasta qué límite. La peor cosa que puede ocurrirle a una mujer en este mundo, es representar con su maravilla la corrupción del hombre, su guía natural, su natural defensor, su natural héroe” (p.46).

“La mujer no tiene colocación natural –y cuando digo natural, digo estética- sino cerca del niño o de la criatura sufriente, que también es infancia por desvalimiento. Sus profesiones naturales son las de maestra, médico o enfermera, directora de beneficencia, defensora de menores, creadora en la literatura de la fábula infantil, artesana de juguetes, etc.” (p.48).

“Y este regreso empieza a ser urgente” (p.51). (Solo en esta ocasión, las cursivas son mías).

Se me podrá alegar que Mistral habla en las primeras décadas del siglo XX, mientras mi análisis cuenta con herramientas teóricas brindadas por el feminismo de los setenta en adelante. Es cierto. Pero justamente de eso se trata. Una cosa es situar a la poeta en su contexto y otra, socializarla desde nuestro presente, interpretándola según nuestras necesidades políticas actuales. Y como dije al principio de este texto, mi crítica directa es hacia el actual lesbianismo activista que levanta íconos sin darles un contenido ideológico más acabado.

Ahora bien, si situamos a Mistral en su contexto, es decir, 1927, en Francia, porque allí escribe estos artículos, descubrimos que las ideas del feminismo, de ese feminismo sufragista, impregnan la discusión política de su tiempo. Justamente, lo que hace la autora es dialogar, responder a las acusaciones que se le han hecho sobre su antifeminismo. Es decir, sus ideas acerca del tema son totalmente contingentes. Pero la poeta no es cordial con sus contemporáneas rebeldes, quienes, a veces, según afirma, le dan “más piedad que irritación” u observa “mirando las luchas femeninas, que la mujer es el peor enemigo de la mujer” y “cuando la mayoría de nuestras feministas hable esta lengua de senado de mujeres, cargado de respeto, yo creeré en que son capaces de suceder al hombre en la política y estaré incondicionalmente con ellas” (p.53).

Efectivamente, cuando Mistral escribe estos textos, ya se había formado en 1913 el Centro Belén de Zárraga en cuyo ideario se cuestionaba insolentemente la institución del matrimonio y esto ocurría en Iquique, o en 1922, también en nuestro país, se había armado el Partido Cívico Femenino que apostaba por la autonomía política de las organizaciones de mujeres(4). Es decir, comparto el cuestionamiento contra el proyecto de la igualdad, pero no desde la mirada misógina de Mistral, puesto que, más allá del fracaso de dicho proyecto, esas mujeres demostraron seriedad en sus luchas, fueron radicalmente igualitaristas y significó, para muchas, costos de silenciamientos y persecuciones(5), como las de la revolución francesa o el movimiento preciosista.

Aunque hayan pretendido, equivocadamente algunas, igualarse a los hombres y su sistema cultural, la radicalidad de la lucha de estas feministas de las primeras décadas del siglo XX y también de los siglos precedentes, se fundamentaba en una visionaria ruptura del género: salirse de las tareas tradicionalmente asignadas a la feminidad, por lo tanto, combatir la naturalización y el esencialismo de la desigualdad entre los sexos. Teóricamente, entonces, anteceden la segunda ola feminista que, en los setenta, usará dicha categoría de estudio para argumentar que la feminidad es una construcción sociocultural del patriarcado.

En definitiva, en su contexto y en el nuestro hoy, Mistral es, en cuanto a su posición respecto del feminismo, las mujeres y –por qué no- del lesbianismo, ideológicamente conservadora y heterosexual.

2008.

*Este texto lo comentaron en una publicación de la Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS). Entre las primeras personas con quienes lo socialicé, estaban Sandra Lidid (escritora y feminista autónoma) y Margarita Pisano.

Compré casualmente el libro que reúne ensayos de Mistral que hablan sobre las mujeres y el feminismo, y me inspiré a realizar este análisis.

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  1. El Movimiento Rebelde del Afuera es un grupo feminista, formado por la feminista radical Margarita Pisano y, en consecuencia, ideológicamente sustentado en su teoría y praxis políticas.
  2. Mistral, Gabriela, 1998: La tierra tiene la actitud de una mujer. Selección y prólogo de Pedro Pablo Zegers. Ril Editores, Chile.
  3. Rivera, María Milagros, 1994: Nombrar el mundo en femenino. Icaria, Barcelona.
  4. Kirkwood, Julieta, 1986: Ser política en Chile. FLACSO, Santiago.
  5. La misma Elena Caffarena, sufragista chilena, en una entrevista que le hace Diamela Eltit, relata cuántas puertas le cerraron por su lucha feminista. En Eltit, Diamela, 2000: Emergencias. Escritos sobre literatura, arte y política. Editorial Planeta, Chile.

Una lectura cualquiera un día cualquiera

Galeano, escritor uruguayo de este y del pasado siglo, es un  pensador crítico. Sin  embargo, su análisis crítico no alcanza para dejar de proyectar a las mujeres en ese territorio de “lo otro” que deja a la masculinidad intacta y su orden inamovible. Entonces la crítica no llega, no toca el fondo, se queda como varada. Definitivamente, los pensadores (y pensadoras) masculinistas no logran imaginar la vida sin feminidad ni masculinidad.

En su artículo, Galeano menciona varios delirios, llama “delirios” a esto de pensar la existencia de otro mundo. La misma palabra ya nos sitúa en una quimera, en la sospecha de que nada podría moverse mucho. Y nombra algunos que, a estas alturas, ya son lugares comunes, como “la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar” y dice otros casi bellos, como “serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma”.

Pero cuando Galeano llega a las mujeres, cuando llega, finalmente, a la posibilidad de, al menos, atisbar las razones que explican el desequilibrio de esta civilización, su masculinismo lo traiciona y no puede evitar el delirio de decir “una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los EEUU de América”; y luego más adelante: “una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú”. El autor no puede sino ver a las mujeres como naturaleza y, sonrientes, verlas accediendo a los espacios ya dados, a aquellos donde el delirio de Galeano ni siquiera arroja una llama para remecerlos. Es el esencialismo intrínseco a la masculinidad que, una y otra vez, reestablece el orden.

Una mujer por ser mujer, por ser negra, por ser india. No porque construye pensamiento o porque tiene una propuesta de mundo diferente, un proyecto filosófico y político que no responde a las ideologías conocidas. La capacidad de pensar autónomamente es la que no nos atribuyen –no nos ven pensantes- y, muchas muchas veces, nosotras les creemos.

¿Qué le podemos decir a Galeano? Nada. No hay nada que decirle ni pedirle a la masculinidad. Solo hay que abandonarla.

2010.

*Cuando recién hice circular este texto, Sandra Lidid, a quien le gustó mucho, lo compartió en su blog.

 

¿Por qué las feministas académicas interpretan y socializan a Julieta Kirkwood? Una breve reflexión

Existen algunos textos de feministas académicas -es decir, cuyos discursos circulan, son producidos y consumidos bajo las reglas y condiciones de la academia masculina- que dan cuenta de Julieta Kirkwood; nos la presentan como un referente teórico fundamental para el feminismo local. Por ejemplo, un librito de Raquel Olea, otro libro de Alejandra Castillo, Olga Grau también tiene unas cosas escritas por ahí. En fin, por qué.

Me pregunto por qué, pues podríamos pensar que Julieta es un referente para el feminismo radical, no para el académico. Un referente radical si la consideramos una voz importante en los inicios de la segunda ola feminista chilena, a principios de los ochenta, y si la vemos siendo parte de la formación de la Casa de la Mujer La Morada.

En efecto, la misma Margarita Pisano ha socializado a Kirkwood desde su propia lectura. Y Pisano no es Olea ni Castillo ni Grau, es un referente para el feminismo radical latinoamericano. Por eso, digo “desde su propia lectura”. Y cuál es esta. Más allá de la amistad que hubo entre ambas y el compartir la fundación de La Morada, referente para el feminismo autónomo durante los ochenta, Pisano siempre rescató a la Julieta “que hablaba bajito”. Y en esto, justamente, radica el nudo de la cuestión.

El “hablar bajito” es una expresión de la misma Kirkwood. Cuando “habla bajito” es la feminista radical que rompe con la académica socióloga de la FLACSO. En un texto que Pisano escribe el año 1990 para presentar la segunda edición de Ser política en Chile, libro clave en la obra de Kirkwood, Margarita plantea que es necesario visibilizar el discurso oculto que permea los textos de Julieta. Pisano lee a la Kirkwood como una cómplice en la búsqueda de la autonomía necesaria para resimbolizarnos colectivamente desde un “nosotras”, pero esta complicidad la encuentra cuando Julieta “habla bajito” y calladita nos convida a la “fiesta desatada”.

Probablemente, Pisano hoy nos proponga una nueva lectura de Kirkwood, puesto que ha ido desarrollando en su teoría, cada vez de manera más nítida, el concepto ético y político del “estar expresadas” que ya se prefigura en el texto del año 90; y el estar expresadas no se hace entre dientes ni calladamente. Es lo contrario a la ambigüedad, al doble discurso, al silencio. Estar expresadas tiene que ver con palabras claras, sin condescendencia femenil.

Julieta aludía a lo de las mozas insolentes y mozas moderadas. ¿Cuánto tenía ella misma de unas y de otras? Al parecer, su moza insolente hablaba bajito. No obstante, la insolencia tiene que ver con el estar expresadas y esto se hace en voz alta.

‎            El feminismo académico chileno escribe sobre Julieta Kirkwood, porque se identifica con ella de dos maneras interrelacionadas: la primera, porque también las feministas académicas “hablan bajito” dentro del aparataje institucional y disciplinar masculino, y este bajito puede manifestarse, abierta o sutilmente, en variadas prácticas, sociales y discursivas. Y la segunda, porque Julieta representa la síntesis de la mujer rebelde e instruida, de la investigadora militante, de aquella que está en la academia y en el movimiento feminista al mismo tiempo. Y también de quien hace política mediante la teoría, mediante el texto polifónico, el que da cuenta de un nuevo sincretismo, que incluso combina ciencia y poesía. Con estas características, Julieta, además, se considera una figura fundacional para el feminismo chileno.

Sin embargo, toda esta proyección no se encarna en el feminismo académico vigente, que está más subsumido en los cercos del pensamiento masculino que la misma Kirkwood.

2012.

*El feminismo académico chileno comienza a ser mi objeto de estudio en esta época.

 

Los revestimientos del feminismo

Segunda aproximación(1) al libro del CEM(2)

Según Van Dijk, lingüista holandés, especialista en análisis crítico del discurso, ‘ideología’ ha sido sinónimo de “sistema de creencias falsas, equivocadas o engañosas” y el concepto comporta la siguiente polarización: nosotros tenemos el conocimiento verdadero, ellos tienen ideologías(3). Si aplico esta polarización al libro del CEM, descubro que, para las autoras, las feministas que apuestan por un proyecto político propio tienen ideología. Las que se pierden entre los proyectos políticos de la ‘masculinidad’(4) poseen el conocimiento verdadero. Es decir, el libro se sustenta en una lógica dicotómica.

Las autoras se sitúan, implícitamente, en un supuesto conocimiento verdadero y camuflan el lugar ideológico desde donde hablan; de esta manera, construyen una plataforma esencialista y presentan “su” historia como si fuera “la” historia del movimiento feminista chileno, representativa de las diferentes corrientes que lo constituyen y, peor aún, como si fuera la única mirada posible. Sin embargo, no es “la” historia del feminismo chileno, es su versión oficial, que sirve a ciertos intereses.

Como historia oficial es, fundamentalmente, un relato que perpetúa el silenciamiento de la capacidad de pensamiento autónomo en la historia de las mujeres, y del feminismo como proyecto civilizatorio; es decir, silencia la posibilidad de una civilización distinta a la vigente. Homogeniza los enfrentamientos ideológicos que ocurren al interior del feminismo, y refuerza la permanencia en el poder de un feminismo tributario del proyecto civilizatorio de la masculinidad, que se consolida en los años noventa y cuyos antecedentes se encuentran en las expresiones feministas con doble militancia (feminista y partidista) de los años ochenta.

Las autoras refuerzan un ‘feminismo masculinista-femenil’. Este concepto, acuñado por Margarita Pisano, da cuenta de lo sumergido que está el feminismo en el sistema vigente. Pisano cuestiona las estrategias políticas de las feministas que empoderan o buscan la legitimidad del mismo sistema que las oprime. La pensadora profundiza el concepto de ‘feminidad’ que explicaría la esclavitud mental de las mujeres y de las feministas, y postula la teoría del monomio: la masculinidad inventa y contiene la feminidad; de ahí la imposibilidad de conseguir igualdades o diferencias pensadas desde un cuerpo varón, basadas en su lógica.

En el libro, la expresión más patética y misógina de este servilismo es la invisibilización y descalificación permanentes hacia las feministas que apuestan por un proyecto político propio. Durante el relato de los años noventa, las descalificaciones contra las feministas autónomas son recurrentes, desenmascarando el neutro y mesurado lugar de la sociología(5). En el último capítulo, usan el discurso de esta corriente sin reconocer el lugar específico de donde viene y filtrándole su contenido transformador.

Durante el relato de los años ochenta, analizan el feminismo, especialmente, como un movimiento de resistencia contra la dictadura; igualan las posiciones ideológicas entre las feministas y las llamadas ‘políticas’(6) (término que me parece cuestionable), y presentan de manera indiferenciada a las organizaciones propiamente feministas y a las de doble militancia. Es decir, borran las relaciones de poder, las diferencias ideológicas entre unas y otras, y, de esta manera, entierran los atisbos de un feminismo civilizatorio.

Si bien es cierto que la década de los ochenta se caracterizó por la resistencia contra la dictadura y que el movimiento feminista fue parte activa del movimiento opositor, también es cierto que un sector de feministas trasciende la mera oposición al régimen dictatorial y se conecta con la larga historia de las mujeres. Éste fue el sentido de la Casa de la Mujer La Morada, que tuvo vida mientras apostó por un proyecto político propio, feminista y autónomo, tratando de desmontar las dobles militancias(7).

Siguiendo la misma lógica, el feminismo de los noventa superaría al de los ochenta, al que califican de tradicional, clásico, centralizado, y lo representan organizativamente en la figura de los colectivos, resistentes al cambio. Todo suena a algo muy pasado de moda. Las autoras afirman que el feminismo de los noventa “se expande, complejiza y trasciende los límites de lo que antaño fuera considerado un movimiento social tradicional”. Se caracterizaría por ser incluyente, diverso, múltiple, descentralizado, plural, heterogéneo, expansivo. Miranda Fricker lo llama ‘feminismo postmoderno’, y lo analiza de la siguiente manera:

“Al feminismo postmoderno se le ha de atribuir el haber puesto en circulación (…) las ideas de que la identidad social está múltiplemente fragmentada (…) pero una concepción de la identidad social como fragmentada no está indisolublemente vinculada a la perspectiva postmoderna. En realidad, lo que para nosotros hace que la idea resulte aceptable es realmente algo que para el postmodernismo constituye casi un anatema, a saber, la aspiración a representar el mundo de manera verdadera, de captar los hechos (…) Los postmodernos propugnan usualmente una ontología social de la fragmentación no sobre la base de su fidelidad sociológica, sino sobre la base política de que cualquier otra ontología resultaría excluyente (…) En el postmodernismo feminista, por consiguiente, reconocer la diferencia implica satisfacer una obligación para con la inclusividad política más bien que con la adecuación empírica”. Y afirma que el postmodernismo feminista o feminismo postmoderno corteja el conservadurismo(8).

Esta cita se relaciona con el tópico de la diversidad al que aluden constantemente las feministas y los discursos oficialistas. La idea de la diversidad (y sus sinónimos) en boca de muchas feministas, y su aparición insistente en el libro que analizo, me provoca incomodidad. Esta incomodidad se debe, en parte, a que justamente se trata de un tópico, es decir, una idea que se ha rigidizado, congelado, transformado en prejuicio. En consecuencia, no se cuestiona, profundiza ni se intenta comprender, al menos de parte de las personas que la usan casi como una muleta; en otras palabras, se da por supuesta. Y quienes la usan con tanta insistencia, instalan inmediatamente el territorio donde quieren que una se mueva y supuestamente dialogue.

¡Pobre de ti si te atreves a contradecir el tópico de la diversidad! Este concepto esconde otra dicotomía: si cuestionas la diversidad es porque eres una “sectaria”. Por eso es certero el análisis de Miranda Fricker, la diversidad es un hecho; además, las feministas sabemos que el patriarcado se construyó borrando nuestras diferencias como mujeres. El problema es, como plantea ella, que se transforme en una obligación de inclusividad política, y es así como está ocurriendo.

La diversidad que postulan plantea un falso igualitarismo: borra las diferencias ideológicas profundas entre las feministas. Las argentinas Magui Bellotti y Marta Fontenla afirman que la diversidad “…también ha servido para remitirnos a un espacio de indiferenciación, donde somos tan intercambiables la una por la otra que no existe posibilidad de individuación ni de construirnos como sujetas (…) No todas las diferencias son complementarias. La diversidad no es equivalente a ese pluralismo liberal en donde todo cabe y todo tiene igual valor”(9). No olvidemos que, en nuestra historia, un feminismo ha cooptado y arrinconado a otro más rebelde.

Las ideas de diversidad e inclusión conforman un disfraz. El feminismo tributario del proyecto civilizatorio de la masculinidad, feminismo masculinista-femenil o feminismo postmoderno, la ‘corriente feminista institucional’ para las amigas… se enmascara y camufla entre la vestimenta ajada de la postmodernidad y sus consabidos tópicos.

En la instalada legitimidad de la sociología, este disfraz se re-viste con el nuevo concepto de ‘movimiento social’ que aparece en el libro, el de ‘campo de acción’. Este concepto envuelve la idea de que “las feministas hoy están en todas partes”: en la calle protestando o en el Banco Mundial haciendo lobby (‘advocacy’). Con esto quieren decir que una misma feminista puede usar una estrategia movimientista en determinado momento y puede usar la estrategia de lobby (‘advocacy’) en otro. En realidad, lo que quieren decir alude al más añejo y fracasado de los casos: la estrategia de la feminista que está en los pasillos del Banco Mundial se “complementa” con la que vocifera en la calle.

Este concepto es funcional al proceso de despolitización del feminismo (hecho muy político, por lo demás), en el sentido de que enmascara y justifica la acomodación de la mayoría de las feministas en las estructuras de poder masculinas, instituyendo la idea de que se puede hacer política desde el espacio laboral y sin necesidad de estar organizada. Si bien estas prácticas están asociadas a feministas que durante los noventa se las identificó como parte de una ‘corriente institucional’, con el concepto de ‘campo de acción’, se camuflan en el discurso de las diversas formas de organización, las diversas estrategias de acción y los diversos proyectos ideológicos, todos disociados entre sí.

El nuevo concepto de ‘movimiento social’, acuñado por Sonia Álvarez, feminista cubana que vive en EEUU, se acerca a la idea propiciada por las feministas autodenominadas Ni Ni: “ni de aquí ni de allá”, que, en realidad, siempre han sido De De: “de aquí y de allá”. Las Ni Ni (Ni las unas Ni las otras) se agrupan en el VIIº Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe que se organiza en Chile y tiene lugar en Cartagena el año 1996. A lo largo de la historia, las y los Ni Ni, residentes de todas partes, han constituido una máscara del poder, y el feminismo no es la excepción. En las Memorias del Encuentro de Cartagena, las conclusiones de los talleres de las feministas institucionales y de las Ni Ni coinciden en que tanto unas y otras no explicitan posición ideológica alguna, y tanto unas y otras reducen el feminismo a un problema temático (derechos reproductivos, aborto, violencia), sin proyección civilizatoria.

El feminismo, que se intenta reinstalar con la historia del CEM, se consolida, como dije antes, durante los años noventa y se sigue reciclando a través de las nuevas generaciones de “feministas” que surgen desde los cursos académicos del ‘género’. Es un feminismo que se enmascara y camufla tras el disfraz de la diversidad y sus sinónimos: pluralista, múltiple, heterogéneo, incluyente, descentralizado, expansivo… (amébico, niní, dedé); disfraz postmoderno que le sirve para desdibujar responsabilidades políticas e históricas.

Michel Foucault afirma que “… el discurso de lo histórico puede ser entendido como una especie de ceremonia, hablada o escrita, que debe producir en la realidad una justificación y un reforzamiento del poder existente” (10). La historia del CEM refuerza el sistema de la masculinidad y sus revestimientos. Y éste es un dato de la realidad para quien lo quiera ver.

2005.

*Este texto lo presenté en un coloquio de género organizado por la universidad ARCIS de Valparaíso. Del Movimiento Rebelde del Afuera, también expuso Tatiana Rodríguez y Margarita Pisano. El análisis de discurso que presento en este texto lo desprendo de mi investigación para obtener el grado de magíster en Lingüística.

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  1. Existe una “primera aproximación” que titulé La cobardía feminista
  2. Ríos, Marcela; Godoy, Lorena; Guerrero, Elizabeth; 2003: ¿Un nuevo silencio feminista? La transformación de un movimiento social en el Chile posdictadura. Editorial Cuarto Propio/CEM, Santiago.
  3. Centro de Estudios de la Mujer (CEM): centro de investigación académica, dedicado principalmente a la generación y difusión de conocimiento sobre la situación de la mujer, así como a la asesoría, capacitación y apoyo a distintos grupos y organizaciones de mujeres. Creado en 1983 en Santiago de Chile; paralelamente, se crea la Casa de la Mujer La Morada, cuyo proyecto fue de carácter político-feminista y movimientista.
  4. Van Dijk; 2003: Ideología y discurso
  5. Para el concepto ‘masculinidad-feminidad’ ver El triunfo de la masculinidad de Margarita Pisano en www.mpisano.cl
  6. El libro es una investigación sociológica, que relata la historia del movimiento feminista chileno.
  7. Este término se usó durante los ochenta para referirse a las feministas con militancia partidista.
  8. La Morada, impulsada y gestionada por Margarita Pisano junto a otras mujeres, fue el referente ideológico y la residencia física del movimiento feminista en los ochenta.
  9. Fricker, Miranda: “El feminismo en la epistemología: pluralismo sin postmodernismo”, en Feminismo y filosofía, M. Fricker y J. Hornsby, Idea Books S.A., Barcelona, 2001.
  10. Bellotti, Magui y Fontenla, Marta: “Primeras miradas desde el interior de un Encuentro” en La correa feminista, n°16-17, primavera de 1997, CICAM, México.
  11. Foucault, Michel; 1993: Genealogía del racismo. Editorial Altamira, Buenos Aires.