El feminismo olvida con facilidad su potencialidad política. Y con esto quiero decir, su capacidad de intervenir en el mundo para transformarlo radicalmente. Últimamente, este olvido cuenta con un aparataje intelectual que lo respalda, me refiero a la alianza existente entre los estudios de género y la teoría posestructuralista, lo que se ha dado por llamar feminismo posmoderno o posfeminismo. Dicha alianza ha ido instalando un pensamiento hegemónico que repercute en los distintos espacios feministas y se cuela en sus discursos, desarticulando la legitimidad de la autonomía política de las mujeres.
Para esta perspectiva dominante, “la mujer” no es más que una categoría ficticia del sistema ideológico patriarcal, es solo un constructo social o un discurso, y la apuesta del feminismo consistiría en desmantelar esta ficción. Por lo tanto, para el posestructuralismo, aunar una lucha desde las mujeres pierde total relevancia.
La categoría sexo/género del feminismo anglosajón de la segunda ola fue fundamental para desnaturalizar el eterno femenino patriarcal. La distinción -heredera de la afirmación beauvoiriana “la mujer no nace, se hace”- nos advierte que la feminidad es un constructo cultural diseñado por una civilización androcéntrica y, como tal, posible de ser deconstruido. Así, en sus orígenes, la categoría porta la potencialidad política de romper con el género y subvertir el sistema patriarcal. La feminidad no somos las mujeres, entonces, ¿quiénes somos las mujeres?, ¿somos un sexo?
Afirmar que las mujeres somos un sexo, un cuerpo sexuado, un cuerpo con capacidad reproductiva, cíclico… es una de las declaraciones más controversiales en el debate feminista vigente. Los argumentos en este sentido plantean que el reconocimiento de dos sexos es una categorización patriarcal que encubre la existencia de los intersexos, por ejemplo, y que en su misma formulación contiene la construcción genérica. Además, tomar el sexo como punto de partida implica retrotraernos a un esencialismo biologicista que reduce el análisis político.
Aunque acepte que el reconocimiento de dos sexos es una categorización patriarcal, esto no me conduce a pensar que las mujeres seamos una categoría ficticia. Tampoco manejo la información necesaria sobre las vivencias de los intersexos. Según De Beauvoir, estos constituyen una minoría excepcional. Pero Simone escribió en 1949, sospecho que los estudios al respecto han variado y avanzado mucho. De todos modos, los intersexos propondrán su proyecto político con el cual, si queremos, podremos dialogar y confrontarnos. No obstante, la lucha de las mujeres tiene su propia historia y, desde mi interpretación, la potencialidad política más radical.
Ser un cuerpo sexuado mujer para –y si se quiere, no en– la cultura patriarcal, nos sitúa históricamente. Nuestra propuesta política no pretende ni puede estar deshistorizada, nos interesa desmontar los cimientos de una civilización que cuenta con un inicio –aun cuando este sea incierto- y que, esperamos, tenga un término. Y en el contexto de esta civilización, nacer mujer y nacer varón constituye un dato de la realidad. Ahora bien, esta dicotomía originaria se disuelve en la lógica incluyente del sistema patriarcal que impone su unilateral punto de vista para entender la vida. Con otras palabras, nacemos mujeres para una cultura misógina, que reviste su desprecio hacia nosotras con el orden simbólico de la feminidad y sucumbimos a conformar la parte inferior de un único cuerpo con la masculinidad. Y aunque esta operación sucede en un solo escenario -el sistema patriarcal-, podemos separar y distinguir el hecho de nacer mujeres, del otro hecho: el revestimiento simbólico, ideológico y material de lo femenino, que padecemos.
La historia milenaria de resistencias y rebeldías de las mujeres da cuenta de esta división, porque devela una feminidad impuesta y un sistema de dominio como lo es el patriarcado. Revela la violencia masculina sobre nuestros cuerpos sexuados y el control ejercido sobre nuestra capacidad de dar vida. Y el posfeminismo, al desechar la categoría mujer, arrastra la nefasta consecuencia política de reforzar la ignorancia existente sobre nuestra historia de resistencias y rebeldías, que constituye el más ignoto e intencionado vacío que mantiene esta cultura para perpetuarse. Junto con esto, nos ata de manos para construir políticamente desde nosotras, porque sin conciencia histórica es imposible pensarse y pensar el mundo.
Entonces, nacer mujeres es un dato de la realidad que implica un componente biológico que me parece indiscutible, es decir, somos un cuerpo sexuado; pero este hecho es indisoluble con otro elemento, el histórico: somos seres históricos. Contamos con una memoria histórica y otra, corporal. Cito a la italiana Maria Luisa Boccia: “Si queremos dejar de lado lucubraciones subjetivas sobre el género sexual, el punto nos lleva al análisis y al razonamiento en profundidad sobre el nexo entre biología e historia, entre naturaleza y cultura, entre corporeidad y razón como vínculo imprescindible.”(1)
Una vez aclarado el asunto, a la pregunta ¿quiénes somos las mujeres?, podemos responder que no lo sabemos, puesto que de la frase “las mujeres no somos la feminidad” (Pisano) se desliza el pendiente político de simbolizarnos a nosotras mismas, recuperando nuestros cuerpos junto a la capacidad humana de pensar. Así, mediante la expresión material de un pensamiento político, podremos marcar una dicotomía respecto de la ideología patriarcal que, por ahora y hasta nuevo aviso, conforma los lentes totalitarios para mirar el mundo, interpretar la realidad y construir lenguaje.
2010.
*Envié este texto a la revista lésbica guatemalteca Imagina, pero no lo publicaron.
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- En Debate feminista, año I, vol. 2, septiembre 1990. “El feminismo en Italia”. Editorial: Marta Lamas, México.