“Las brujas son condenadas cuando su orden simbólico,
que era el orden simbólico de la madre,
es aplastado e ignorado por hombres con poder
que tomaron literalmente las palabras alegóricas de ellas”
(María Milagros Rivera, La diferencia sexual en la historia, p.55).
“…las feministas decimos que no queremos la paz de los cementerios,
porque el conflicto relacional existe
y es una fuente de sentido político;
la guerra no, por más adjetivos calificativos que se le pongan”
(ídem, p.56).
Necesitamos que nuestras reflexiones desde el feminismo nos permitan comprender nuestras vidas sin dañarlas más. Con este noble propósito, pienso que la homologación de las mujeres con los hombres es un hecho que, si lo entendemos en su profundidad, puede abrir nuevas parcelas de realidad y darle un aire fresco al análisis feminista.
Esta idea proviene de las autoras del Pensamiento de la Diferencia, en especial de María Milagros Rivera Garretas, que es una historiadora genial. Ella plantea que esta homologación se desata, de manera más feroz, en el inicio de la Modernidad junto a la implantación del Capitalismo. Es decir, desde el siglo XVII en adelante, después de la silenciada Caza de Brujas. Logra su cristalización en el siglo XX con los Totalitarismos. Pienso que, en la actualidad, asistimos, en ciertas esferas o discursos, a una homologación naturalizada. En ciertas esferas o discursos, porque, en la actualidad, también contamos con signos de libertad femenina.
La expresión más obvia y evidente del concepto está dada por las políticas de igualdad y de derechos. No solo por las políticas, sino también por el ideario de la igualdad y su peso en las prácticas sociales y cotidianas. Sin embargo, calando más hondo, la autora plantea que el término da cuenta del triunfo del pensamiento único, el androcéntrico, que se manifiesta en la lengua que hablamos y al que le subyace la ideología misógina. Lo denomina el “régimen del uno”, debido a su visión unidimensional de la realidad, cuya causa primigenia consiste en la negación de la diferencia sexual, fundamentalmente la femenina.
La consecuencia más grave es que, en este régimen de pensamiento, las mujeres perdemos los rastros de nuestras genealogías, principalmente de la materna, y el orden simbólico que de ellas se desprende. Con otras palabras, nuestras energías creativas, pensantes y emocionales son absorbidas; nuestra lengua materna, usurpada; y nuestras experiencias de vida, tergiversadas. Lo femenino se transforma en el límite negativo y en la condición de existencia de lo masculino, pasando a formar parte de este “uno” que se mantiene vivo gracias a esta complementariedad jerárquica, la que podemos reconocer en muchas o algunas de nuestras vivencias concretas, que quedan representadas por ese pseudo-sujeto universal que llamamos el Hombre. (1).
Esta lógica de pensamiento no escapa a nuestros análisis feministas. Las interpretaciones que hacemos para comprendernos están contaminadas de régimen del uno. Usamos las mismas dicotomías jerárquicas e incluyentes para darle sentido a nuestra existencia. Y, por supuesto, fracasamos en el intento de ser más libres o felices, de mejorar la propia vida y la de las otras mujeres, de reparar nuestros vínculos o superar los lazos mediocres entre nosotras.
Yo he ido intentando despojarme poco a poco de esta estructura cognitiva anquilosada. Espero que mi camino, aunque lento, sea seguro. Una salida para esto ha sido la de recuperar genealógicamente a mujeres que le dan sentido libre a su diferencia femenina, y retornarle su autoridad a la madre como dadora de vida y de palabra (Luisa Muraro). Pues creo que no basta con declarar, como una vaga generalidad, que necesitamos de esta recuperación histórica y biográfica, sino que es urgente darle vida y visibilidad. Está demás decir, entonces, que no nos sirve hacer apologías a mujeres individuales, desconectadas de sus semejantas del pasado y el presente. Tampoco nos sirven las historias compensatorias ni aquellas relatadas con perspectivas historiográficas patriarcales.
Otra salida ha consistido –y la intención de este texto es destacar esta idea– en dejar de otorgarle tanta relevancia, en la reflexión política, a la categoría de género o a la dicotomía sexo/género. Si bien la pretensión de parte de nuestros feminismos autónomos y radicales es querer abolir el género y desmontarlo como fuente fundamental de opresión para nosotras y nuestros cuerpos, en este afán, la mirada crítica ha quedado atrapada en el pensamiento único, y en esto ha consistido su principal triunfo.
De esta manera, se lo usa, en algunos discursos radicales, como un lente desde el cual se juzgan conductas, actitudes, relaciones entre mujeres, dinámicas en las colectivas feministas, etc., definiéndolas como masculinas o femeninas. Al decir de Audre Lorde, ponemos a prueba las herramientas del amo para desmontar la casa del amo y, sabemos, no se puede.
Por ejemplo, un tipo específico de manifestación misógina, que algunas hemos (sobre)vivido dentro de agrupaciones o en el movimiento feminista, si se puede aludir a un Movimiento, consiste en difamaciones, rumores, calumnias, chantajes encubiertos, borramiento de autorías, apropiación del trabajo, filtración de correspondencia personal, la “clonación” de páginas de facebook, entre otras acciones de matonaje, en general anónimas o indirectas, burdas o pseudo-intelectuales, y que las menciono porque han ido proliferando en los últimos años según el relato de distintas compañeras.
Muchas veces hemos explicado la perversa y patética realidad anterior definiendo como “femeninas” dichas prácticas, claramente con un sentido peyorativo. Asimismo, hemos calificado de esta manera (yo misma usé durante bastante tiempo esta perspectiva) diversas expresiones de abuso de poder dentro del feminismo, en especial por parte del feminismo institucionalizado, el que se caracteriza por vivir de la Cooperación Internacional imperialista a nombre de las mujeres y sus derechos.
Hoy pienso que este análisis está equivocado, porque proviene del pensamiento androcéntrico, y genera, por tanto, un círculo vicioso y confuso al permanecer dentro del desorden simbólico patriarcal; y reafirma la parcelación entre nuestras emociones y pensamientos, entre nuestros cuerpos y palabras. Pues estamos aparentemente combatiendo determinadas formas de misoginia en la política entre mujeres y mujeres lesbianas, calificándolas con un término que siembra y reproduce más misoginia, puesto que se usa como el producto de las falsificaciones y fragmentaciones que el patriarcado ha hecho sobre nuestras vidas. Por eso, no es de extrañar que luego nos encontremos con discursos que hablan de la amistad política entre mujeres al mismo tiempo que hacen correr los motores de la máquina del fango (término de Umberto Eco) para embadurnar a otra mujer.
Sería más apropiado calificar estas acciones de masculinas, pero no en el sentido de la construcción de género, sino como lo he venido proponiendo acá. Esto es, como un marco que nos permite comprender un fenómeno propio, y situado históricamente, del patriarcado moderno: la homologación de las mujeres con los hombres en la era de la igualdad y la razón, lo que afecta nuestras vidas y relaciones, pero también, homologa el pensamiento feminista (de raigambre moderna y posmoderna) al pensamiento androcéntrico, pues la máquina del fango y el rugido de sus motores dan cuenta de que algunas de las formas que adopta la política feminista son las mismas que las de la política con poder y sus estrategias de guerra. Y esto es resultado de que las mujeres no advertimos, debido a la ceguera impuesta, la existencia de un orden simbólico propio que nos permite significar, valorar y desenvolvernos en la realidad, y que consiste en una brújula maravillosa –insospechada por este patriarcado tardío–, orientadora de nuestros pasos.
Un simbólico que conjuga placer, libertad y felicidad para todas y cada una, y para el resto de las especies. Tal vez esto suene como un anatema para la lógica guerrera, para la resistencia permanente contra el enemigo, para la dialéctica de lucha entre oprimido y opresor, etc., sin la cual el feminismo perdería sentido. Pues, claramente, la dominación es real, cruenta e ilimitada en estos momentos, la depredación de todo lo vivo es una realidad sin precedentes, asimismo el exterminio de mujeres, la trata y el abuso de niñas y niños, entre otras expresiones arrasadoras del patriarcado después de milenios de su civilización.
Y, claramente también, las feministas las combatimos, las develamos, las analizamos, las denunciamos, pero si no abandonamos su desorden simbólico para vivir, seguirán ocurriendo al infinito. Solo quiero insistir en que si abandonamos el “uno” y su lenguaje, el dominio se cae, ya que requiere de nuestra complementariedad en la jerarquía y de nuestro límite negativo para existir.
Este es el camino que, por el momento, considero realista para relacionarnos entre mujeres con libertad y confianza; pues este es el punto de partida. No creo que a través de la ética y sus lugares comunes establecidos o sus términos privilegiados como coherencia/incoherencia o la sacra dicotomía patriarcal entre discurso/práctica, consigamos recrear nuestros lazos. Porque el discurso de la ética sigue siendo un discurso sancionado por la racionalidad patriarcal, muchas veces proveniente de la izquierda y con resabios de cristianismo.
Pienso que si nuestras prácticas políticas han sido malas se debe a que nuestro discurso también lo ha sido en alguna medida, aunque parezca lo contrario, y viceversa. La separación entre discurso y práctica no es tan tajante como se cree. Las palabras crean realidad, porque no se separan del cuerpo que las habla ni de la vida social que las significa. Por eso, creo que es importante abandonar los lentes del género para comprendernos, porque no facilitan la comprensión, la entorpecen. Y, junto con esto, es urgente crear, descubrir y recuperar las pautas con las que nuestras antepasadas simbolizaron la vida y que, sin darnos cuenta, las encarnamos y recreamos en nuestro presente, porque somos nacidas de mujer, pero las reprimimos al interpretarlas desde la lógica del régimen del uno y su prepotencia deformadora de la realidad. Podemos remirar nuestras vidas aquí y ahora, quitándonos de los ojos el tupido velo de la ideología, sin miedo ni culpa, y dejar que el cuerpo hable sexuado y los deseos libres afloren libres.
(1) Esta explicación de la absorción de lo femenino en lo masculino la tomo de Patrizia Violi que la describe para dar cuenta de la estructura de las lenguas androcéntricas y su expresión en los géneros gramaticales.
2018.