Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno
que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer
(Christine de Pizán, La ciudad de las damas, 1401).
Quienes nos encontramos aquí reunidas
compartimos en alguna medida el compromiso
con la palabra y con el poder de la palabra,
y pretendemos recuperar un lenguaje
que se ha vuelto contra nosotras
(Audre Lorde, La transformación del silencio
en lenguaje y acción, 1984).
Le he dado vueltas, últimamente, a la idea del Estar expresada, de la feminista autónoma chilena Margarita Pisano (1). Primera vez que la pienso de otra manera. Recuerdo cómo esta idea comenzó a ser usada como sanción y deber ser (“es que tú no estás expresada”; “es tu culpa, porque no estuviste expresada”; “tienes que estar expresada”; “tan típico de la feminidad el no estar expresada”, etc.). Yo también la usé así contra otras. Las ideas que pueden darnos libertad y buen vivir se tergiversan por la mentalidad dogmática, y mueren en la repetición eclesiástica (como “lo personal es político” (2)). Todavía hoy me llegan, por el fluir interminable de las palabras, juicios ajenos que allanan mi alma como un forajido ignorante e injusto.
Yo escribí sobre el Estar expresada hace unos años atrás. Recientemente, una maravillosa feminista radical brasilera, Gabi Estamira, tradujo al portugués el texto. En este, sistematicé las ideas de la autora sobre el concepto y las analicé e interpreté, intentando encontrar allí la llave de la felicidad en las relaciones humanas. Sin embargo, con las conversaciones, lecturas y reflexiones de hoy, agregaría a mi escritura algo muy simple, un complemento de modo: estar expresada en lengua materna. Puesto que, pienso, se puede estar expresada, y “sentirnos muy expresadas”, pero usando la lengua en clave patriarcal. Tal vez por eso la libertad añorada no llegaba.
Claramente, la idea misma de Estar expresada contiene la voluntad de despojarnos de las imposiciones de la cultura masculina en todos los ámbitos de la existencia, por lo tanto, la colonización patriarcal es puesta en jaque de manera profunda. No obstante, expresarnos en clave patriarcal conlleva prácticas más sutiles, no tan fáciles de aceptar. Por ejemplo, el feminismo se puede manifestar de modo androcéntrico cuando se estanca como discurso ideológico. Y cuando nos expresamos desde la ideología, aunque esta intente la liberación, también estamos haciéndolo en clave patriarcal.
El feminismo (radical de la diferencia) es una práctica política que las mujeres creamos a partir de nuestra experiencia; junto con esto, nombramos con palabras propias las vicisitudes de nuestras vidas, negadas por la cultura durante milenios, y dichas por las voces masculinas que han mediado, deformando, la relación entre nuestros cuerpos sexuados y el mundo. Si el feminismo se transforma en un discurso monolíticamente coherente y cerrado, se separa de la vivencia de cada mujer y de sus posibilidades de decirla a partir de sí (Cigarini, 1995). En este sentido, entiendo por “ideología”, lo que las mujeres de la Librería de Milán definen en ese lúcido libro que titulan No creas tener derechos:
“La condición femenina está atravesada por diversos nudos de problemas y contradicciones, que no pueden aislarse, negarse o eludirse. Cuando así ha ocurrido… se ha producido un estancamiento y ha surgido la ideología, con soluciones puramente imaginarias.” (Librería de Mujeres de Milán, 1991:120).
Es decir, la ideología se constituye como un lenguaje externo y prestado, que media entre mi cuerpo y mis palabras, y entre mis palabras y el mundo, por eso, no me sirve para comprender mis nudos internos, salvo de manera imaginaria o, lo que es peor, de la forma políticamente correcta que obedece al modelo impuesto por la colectiva feminista, que ha cerrado sus filas para distinguir lo que es verdadero de lo que es falso. Muchas veces, no siempre, esto se debe a las emisarias de las estrategias patriarcales, que filtran su misoginia en los grupos de mujeres. Lo contrario a la ideología, entonces, es la autenticidad de la experiencia, con sus certezas y conflictos, cuya expresión, las pensadoras de la diferencia la han denominado “hablar a partir de sí” o “hablar en lengua materna” (Lonzi, 1978; Muraro, 1994; Rivera, 2005).
Las prácticas y discursos feministas se vuelven más o menos ideológicos según el grado de creencia emancipadora que contengan. Si bien reconocemos la política de la emancipación, sobre todo, en los feminismos liberales e igualitaristas, también otras tendencias feministas pueden contener grados de emancipación; por ejemplo, el feminismo radical. Por emancipación se entiende el liberarnos de todo lo que nos ha pesado a las mujeres por tener un cuerpo sexuado en femenino, arrasando tanto con lo impuesto como feminidad por el patriarcado como con todo lo que tiene de potencia nuestra diferencia sexual.
Por lo tanto, podemos emanciparnos de los papeles de la feminidad para no ser como nuestras madres y abuelas, sujetas, “las pobres”, a los roles tradicionales de la feminidad; liberarnos de las ataduras de nuestro cuerpo sexuado mediante la revolución sexual y sus soluciones anticonceptivas; y librarnos de nuestro origen, porque las madres nos traicionan, entre otras cadenas. El resultado de esta liberalidad ha sido la homologación con los hombres y sus prácticas, de una u otra forma, acarreando superficialidad, empobrecimiento e incomprensión para nuestras vidas (Firestone, 1976; Lonzi, 1978; Rivera, 2005). La salida a esto no está, por supuesto, en la asunción de la feminidad codificada por ellos.
En el feminismo ideológico, el gusto y el placer de estar en relación por estar, de dialogar libres y en confianza –fiarse en las otras (3)–, se transforma en las categorizaciones del discurso aprendido que dice lo que se quiere escuchar, aunque esto incluso signifique inmolarse, porque nos dejamos arrastrar torpemente por la dinámica punitiva, que se instala en el grupo. Son estos los momentos en que elegimos el modo de relación androcéntrico, porque nos desconectamos de nuestros cuerpos, y la búsqueda de nuestras propias pautas de decibilidad se posterga (“¿Qué palabras son ésas que todavía no poseéis?” (4)) y la diferencia sexual/existencial retorna a los cimientos del dominio al ser negada una vez más.
Repetimos muchas veces que la madre nos traiciona, y es cierto, pero esta idea corre el riesgo de ser equiparada al sentido común patriarcal que nos grita, en general desde la voz de un macho, que las mujeres, y las madres en particular, son las responsables del “machismo”. A lo que, como buenas feministas, respondemos que son, las madres, mujeres como todas, que viven en un orden que sustenta de forma aguerrida la supremacía masculina y su modelo sexual, el coito, mediante el cual opera el sometimiento de las mujeres y la transmisión del mismo por medio de la estructura que ofrece la familia y sus papeles consagrados (Lonzi, 1978).
Es importante saber dónde colocamos el problema, pues seguir culpabilizando a las mujeres, cuando nos referimos a las dominaciones estructurales, implica hacerles un buen favor a los machos que siempre nos han culpabilizado de los males que ellos mismos ocasionan (“hombres necios” (5)). Por ejemplo, cuando Carla Lonzi (6) nos aclara que las mujeres no somos las reprimidas sexuales como les gusta decir, sobre todo a los psicoanalistas, sino que la cultura masculina nos oprime sexualmente, no pierde el sentido de la realidad en su práctica política, porque entendemos que nosotras no somos las reprimidas, sino que ellos son los opresores. Ha sido, por tanto, la cultura masculina, la que nos han traicionado milenariamente a las mujeres, porque, entre muchos engaños, nos ha usurpado el origen del lenguaje y de la vida, llamando “lengua materna” a aquella que aprendemos en las instituciones con poder.
No obstante, de la madre, o de quien ocupe su lugar, es de quien aprendemos a hablar en nuestra primerísima infancia, y aprendemos la lengua completa. Nacer y hablar son hechos que van unidos de manera indisoluble: respirar y emitir sonidos, es decir, el aire es tan indispensable para la fonación como para la vida; comunicarnos y vivir; estar en relación y vivir. Cuerpo y palabra constituyen una unidad tanto para la especie mujer como para la especie hombre. Cuando estamos en el útero, escuchamos las primeras voces del exterior; principalmente, y por razones obvias, la voz del cuerpo que nos contiene. El querer imitarla nos impulsa a querer nacer.
Cuando nacemos, esta voz nos habla. Cuando nos amamanta, también nos habla o susurra o canta. Y luego, nos va enseñando las palabras para cada cosa del mundo, o señalándola. Al nombrarlo, nos lo apropiamos, y cuando nos indica que una silla es “silla”, es silla, no hay duda en la niña o niño de que es así: es una verdad, es la realidad; confía plenamente en que lo que se le dice, ES. Este vínculo directo, sin que medie nada que lo distorsione, entre la palabra y la cosa –entre el cuerpo y la palabra– es el ejercicio de la lengua materna, donde quiera que nos encontremos (7).
Entonces, por ahora, puedo decir que estar expresadas en lengua materna implica dos cosas: la primera, fundamental, es no confundir ni renunciar a este sentido de veracidad que vive en cada una de nosotras. Y la segunda, es que nace del estar en relación, libres y confiadas, como Audre Lorde (1984), quien no habría podido transformar sus silencios en palabras sin contar con el interés y el cariño de otras mujeres, pues, nos dice: “Ellas me proporcionaron una atención y una fortaleza sin las que no habría logrado sobrevivir indemne” (21). Es más, el estar en relación es importante de tal forma que el hecho protagónico no descansa solo en el hablar, sino también, en el escuchar (como en la vida uterina y en la primerísima infancia), puesto que “…es responsabilidad de cada una de nosotras hacer lo posible por escuchar [las palabras de las mujeres], por leerlas y compartirlas y analizarlas para ver cómo atañen a nuestras vidas” (24).
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Referencias bibliográficas:
Cigarini, Lia. (1995). La política del deseo. La diferencia femenina se hace historia. Barcelona: Icaria.
Firestone, Shulamith. (1976). La dialéctica del sexo. En defensa de la revolución feminista. Barcelona: Editorial Kairós.
Librería de Mujeres de Milán. (2004). No creas tener derechos. La generación de la libertad femenina en las ideas y vivencias de un grupo de mujeres. Madrid: Horas y Horas.
Lonzi, Carla. (1978). La mujer clitórica y la mujer vaginal. En C. Lonzi, Escupamos sobre Hegel y otros escritos sobre liberación femenina, pp.67-120. Buenos Aires: La Pléyade.
Lorde, Audre (2003). La transformación del silencio en lenguaje y acción. En A. Lorde, La hermana, la extranjera. Madrid: Horas y Horas.
Muraro, Luisa. (1994). El orden simbólico de la madre. Barcelona: Icaria.
Rivera Garretas, María Milagros. (2005). La diferencia sexual en la historia. Valencia: Universidad de Valencia.
Notas:
(1) El concepto, Margarita Pisano lo trabaja, especialmente, en el libro Julia, quiero que seas feliz (2004; 2012).
(2) Lo personal es político es el título de un documento del año 1968, cuya autora es la feminista radical norteamericana Carol Hanisch http://autonomiafeminista.cl/lo-personal-es-politico-2/ .
(3) Las autoras del Pensamiento de la Diferencia distinguen la “relación sin fin” de la “relación instrumental”; la primera se define por el gusto de estar en relación por estar; la segunda, por conseguir un objetivo individual. Revisar el libro El trabajo de las palabras, de Lia Cigarini, Luisa Muraro y María Milagros Rivera Garretas (2008).
(4) Lorde, Audre (2003). La transformación del silencio en lenguaje y acción. En A. Lorde, La hermana, la extranjera, pág. 21. Madrid: Horas y Horas.
(5) “Hombres necios” es un guiño al poema de Sor Juana Inés de la Cruz:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis…
(Siglo XVII).
(6) Carla Lonzi, junto a la colectiva Rivolta Femminile, desarrolla ampliamente el tema del modelo sexual masculino y su imposición para las mujeres en el texto Mujer clitórica y mujer vaginal, del año 1971.
(7) El desarrollo profundo sobre la “lengua materna” y el aprender a hablar de la madre se encuentra en la obra de la filósofa italiana Luisa Muraro (1994), El orden simbólico de la madre.