«Para que la mujer pueda amarse sin pasar necesariamente a través del deseo del hombre, necesita la reconstrucción de una genealogía femenina, especialmente la valoración de la relación vertical madre/hija, que dé forma y permita una apertura hacia la trascendencia dentro de la horizontalidad de las relaciones entre mujeres que, si no, corren el riesgo de colapsarse en una fusión informe o de caer en una salvaje competición, casi animal que, en ausencia de reglas, inevitablemente sería destructiva» (Wanda Tomasi)
No basta con ser feminista
Cuando me atreví a aventurarme en el lesbianismo, lo hice motivada por ideas feministas que relevaban la experiencia lésbica con toda su potencialidad transformadora del mundo. Sanarnos de la misoginia internalizada, al amar a otra mujer, era parte de lo que la toma de conciencia feminista prometía. A este horizonte de reflexiones, se debía la frase “no basta con ser lesbiana para cambiar el orden de las cosas, es necesario sumarle feminismo”. No obstante, pese al feminismo, las vivencias de sensualidad y amor con otra mujer no siempre acarreaban felicidad, sino también, sufrimientos. Así me pasó, y creo que a muchas otras mujeres feministas y lesbianas también. Más allá de lo que cada una aporta desde su individualidad y hechos biográficos, que incluyen carencias, inseguridades, traumas, etc., y situándome políticamente, aunque sabemos que lo personal es político, podría decir que tampoco basta con ser feminista. Me refiero, inclusive, al feminismo radical. Lo que creo, y esto es lo que en este texto me interesa plantear, es que al lesbofeminismo le falta mayor conciencia de la diferencia sexual femenina. Uso el concepto de feminidad, no como un estereotipo codificado por el patriarcado, sino como al hecho irreductible de tener un cuerpo sexuado mujer y que este hecho es significante, es decir, capaz de crear significados culturales, por lo tanto, no es un hecho neutro, ni reducido a la biología.
Para mí, sigue siendo fundamental el descolonizarnos de la misoginia, pero la profundidad que requiere este acto está estrechamente conectado conmigo misma y no se lo atribuyo a la relación lésbica; a esta, eso sí, le reconozco una potencialidad política encarnada en el reconocernos mujeres (2). No obstante, el lesbianismo se ha ido separando, paulatinamente, de la experiencia femenina. Esto se debe, en parte, a que, históricamente, si bien hemos roto con las codificaciones de la feminidad patriarcal, y justamente a esto se debe parte de nuestro encanto, hemos sido situadas, como reacción del patriarcado –la cual, sin duda, afecta nuestras vidas –, en lo masculino, solo por el hecho de expresarnos, crear, hablar, alzar la voz, tener amantes, no parir, y también por la vestimenta o el corte de pelo. Toda esa gama de descalificativos que la sociedad del Hombre dirige a la mujer lesbiana da cuenta de este imaginario infeliz: marimacha, mujer viril, camiona (aunque este término ha sido resignificado por el activismo lésbico), Juana tres cocos, etc. Estas expresiones representan la discriminación y la invisibilización a las que ha sido sometido el lesbianismo, extremadamente marginado en la cultura, debido al pensamiento incluyente y dicotómico del patriarcado, para el cual, si no eres femenina, eres masculina, y ambas construcciones vienen informadas por un cuerpo sexuado varón que, para rematar, se auto-concede el carácter de universal.
También se debe a que la tradición de pensamiento patriarcal, desde sus tres estandartes: la filosofía, la religión y la ciencia, se ha esmerado en borrar y negar el sexo femenino. Esta operación, repetida cíclicamente en la Historia, cuenta con un último remate, del que todavía sufrimos sus coletazos, el de la modernidad, puesto que es aquí (desde el siglo XVII en adelante) cuando se consolida una renovada forma del androcentrismo de siempre: la idea de un sujeto universal, que se presume neutro, se confina en el conocimiento con poder, llevando implícito el sesgo masculino, en torno al cual, se desatarán las luchas por los derechos de la ciudadanía y los idearios de la igualdad. En la actualidad, podemos observar, en términos generales, una real homologación, más allá de la estética, de las mujeres y mujeres lesbianas con los hombres, en las distintas esferas de la vida, porque, a todo lo anterior, se le suma el efecto de las teorías posmodernas, que vienen a reforzar, ahora en el siglo XXI, y de forma algo sofisticada, el mismo androcentrismo instalado por la cosmovisión moderna. Las teorías posmodernas, si bien cuestionan las ideas mismas de universalidad e igualdad, siguen negando el sexo como categoría significante; por eso, penden igualmente del hilo férreo de la tradición, solo que ahora definirán el sexo, no como un dato empírico a la usanza moderna, sino como una construcción discursiva posible de ser deconstruida. Sin ir tan lejos, la teórica francesa Monique Wittig afirma que “las lesbianas no somos mujeres”, porque define el sexo como una construcción de la dominación patriarcal, proyectada en la dicotomía hombre/mujer. Las lesbianas, al no entregarle las energías productivas, emocionales y sexuales a un hombre, romperíamos dicha dicotomía y abandonaríamos el lugar de “las mujeres”, al mismo tiempo que contribuiríamos a la deconstrucción de la categoría misma de mujer en el discurso.
Pienso que Wittig, con su raigambre materialista y posmoderna, promueve, con este planteo, la emancipación, por un lado, y la identidad lesbiana, por el otro. Con la emancipación, preserva el espíritu moderno, y conmina a las mujeres a dejar de ser mujeres, en el sentido de abandonar el rol material y simbólico impuesto por los hombres. Estoy de acuerdo con esto último, pero con nada más, porque la ideología emancipadora considera el sexo un estorbo y, como decía, con esta visión, la autora se mantiene aferrada al hilo de la tradición de pensamiento androcéntrico: el sexo femenino entendido como una cadena de cuyo peso es necesario emanciparse, liberarse. Como contrapartida, la autora propone la experiencia lesbiana que demuestra, en su viva expresión, que el sexo es una construcción. Las lesbianas no somos mujeres. Este hilo de la filosofía androcéntrica, que cruza el discurso de Wittig, me ahorca, y también a ella, porque es la razón que no quiere ver, aquella que explicaría por qué las lesbianas, si bien abandonamos a los hombres, no abandonamos necesariamente el amor romántico como “el opio de las mujeres”. Este es el resultado de negar el sexo como fuente de significados.
Propuestas como la de Wittig promueven, además, la identidad lesbiana, y la identidad es lo opuesto a la diferencia. La autora nos saca de una identidad, la de las mujeres, para envasarnos en otra, la de las lesbianas, pues nos separa a las lesbianas de las mujeres, como lo hace el patriarcado y sus postulados progresistas, que se imponen por sobre nuestra experiencia común, como si le temieran, supeditándola, por ejemplo, a la división de clases sociales, razas o edades, y declarando enemigas a la burguesa con la proletaria, a la negra con la blanca, a la vieja con la joven, y ahora, a la lesbiana con la mujer. A la cultura patriarcal, no obstante, le son funcionales las identidades, porque le permiten someter las diferencias a un proceso de uniformización y, de esta manera, administrarlas. Por ejemplo, la feminidad patriarcal es una de las identidades clave para controlar a las mujeres. En este sentido, Celia Amorós, la teórica de la Igualdad, plantea que las mujeres somos “las idénticas”, dado que somos intercambiables unas por otras en tanto cumplimos las mismas funciones sociales y de servicio en la cultura masculina, por lo tanto, una mujer puede ser desechada y reemplazada por otra. Consecuentemente, no se perdona a aquella que escape del grupo de las idénticas (y pasamos escapándonos), y se destaque en la búsqueda de un estilo propio; la castigan, tanto hombres como mujeres. Otro ejemplo, desde otro lugar, es el de la “diversidad neoliberal e inclusiva”, que agrupa un conjunto de identidades sexuales, que se envasan con el sello LGTBI y +. En consecuencia, si Wittig reconoce la historia lesbiana, su genealogía, en la materialidad plena de romper con la heterosexualidad instituida, pero al mismo tiempo niega la diferencia sexual femenina, nos deja con una memoria truncada.
La diferencia
La diferencia, en cambio, es el principio básico de la vida que no se ha dejado fluir en la civilización vigente. Y es el punto de vista que es importante retornar a la existencia lesbiana. Las mujeres históricamente hemos sido portadoras de dicho principio, puesto que la diferencia, originariamente enterrada, es la del sentido libre de ser mujeres. Y cuando este se ha expresado políticamente en algún momento de la historia, se ha debido a que las mujeres se han salido de las estructuras patriarcales más ancladas a la heterosexualidad obligatoria: el modelo sexual, el matrimonio, la maternidad, la familia. Signos concretos de este hecho, ha encontrado, la historiadora María Milagros Rivera Garretas, en la Baja Edad Media y antes. Son huellas imprescindibles que sobrevivieron a la gran quema de registros que implicó el ginocidio contra las Brujas. Mujeres como las Beguinas, las Místicas, las Brujas, las Muradas, las Viajeras, las Vagabundas, entre otras, hicieron de su marginalidad el lugar de su potencia y pensamiento libre, inventando nuevos estilos de vida entre ellas y con el resto del mundo, y formas distintas de espiritualidad. Fundaron órdenes religiosas, y también hicieron ciencia. Dejaron escritos donde retrataron la misoginia del mundo patriarcal y el placer de estar en relación entre mujeres. El escape del régimen heterosexual fue literal, porque coincidían las experiencias con el ímpetu y la acción de salir física y geográficamente del sistema, y refugiarse o vivir en islas, bosques, monasterios, entre muros, o en la ciudad de las damas.
Estas y otras mujeres recuperaron su diferencia sexual para sí mismas. En algunos casos, tuvieron que clausurar sus cuerpos o deformar sus rostros. La clausura se debía a la única manera de sobrevivencia en un patriarcado tremendamente violador. Otras mujeres experimentaron la sensualidad lesbiana y el amor entre mujeres, pese a las persecuciones y castigos. Las Brujas son un ejemplo excelso de cómo la conciencia de la diferencia sexual femenina permite experimentar otras formas de sexualidad y de conocimiento del propio cuerpo, con total sabiduría de sus ciclos, placeres y dolencias. Solo la conciencia de la diferencia sexual permite la expresión de la diferencia existencial de las mujeres. Con esto quiero decir que comenzamos a crear y descubrir un sentido libre de ser mujeres cuando, en último término, nos atrevemos a ser nosotras mismas. Para esto, es necesario abandonar el juego con el poder, tanto en la esfera de lo personal como en la de lo político. Las mujeres que he mencionado logran ser, porque sueltan las amarras de la heterosexualidad obligatoria, contextualizada cada una de estas mujeres en el patriarcado que le tocó vivir. Luego este acto de no pertenecer al sistema ni desearlo, o sea, de “no vender la mente”, lo transforman en un lugar de potencia creativa, en otro orden simbólico, o sea, en la creación de nuevos significados que orientan sus pasos por el mundo y sus relaciones, siempre acordes con sus deseos.
Para mí, las exponentes del resorte epistemológico de la diferencia existencial son Virginia Woolf, quien experimentó la existencia lesbiana, y Carla Lonzi, quien rompió su relación heterosexual con Pietro Consagra. La primera dice que es mejor estar excluidas de museos y bibliotecas, que solo sirven para llenar de polvo –metáfora del conservadurismo masculino– los libros y el arte; también nos invita a que observemos la civilización en que nos ha tocado vivir, como si fuera un objeto de estudio, y concluyamos que nosotras no tenemos nada que ver con las guerras de los “hombres con educación” ni con el fascismo inherente a la cultura patriarcal. La segunda, Lonzi, nos conmina a aprovecharnos de haber estado excluidas, durante milenios, de la Historia; y nos exhorta, vehemente como ella es, a un “¡aprovecharnos de esta diferencia!”. Ambas desprecian el orden simbólico patriarcal y la civilización que emana de él. Este actuar político representa el desdén por lo establecido, por lo que se abandona, lo que no se respeta ni se le tiene apego alguno por el cruento y empobrecedor sentido de la vida que detenta. En definitiva, es salirse de una relación de poder, de algo que no ha sido inventado por nosotras, aunque sí, y esto no se puede olvidar, a costa de nuestras energías. Es también una manera de decir que no somos responsables de la barbarie de los hombres. La diferencia existencial de las mujeres, cuando se expresa, nos lleva a no querer repetir una cultura patriarcal, tanto en lo personal como en lo político. Y para todo esto, nos informa e impulsa la conciencia sobre la propia diferencia sexual.
La propuesta
Para mí, el lesbianismo está ligado a esta historia. Por lo tanto, también va enlazado al orden simbólico femenino, que surge del sentido libre de ser mujeres y resignifica las relaciones entre mujeres, recuperando la fuerza creativa que el patriarcado les usurpa y absorbe, al intervenirlas con el régimen heterosexual. Los significados de este simbólico se materializan en modos de relación no instrumentales, al equilibrar armoniosamente la horizontalidad y la verticalidad en los vínculos entre mujeres. La verticalidad viene dada por la relación madre-hija (3). Los signos de libertad femenina incluyen representaciones sociales de dicha relación, plasmadas en la escritura, la pintura y la música, creadas por las mujeres lesbianas medievales. En lugar de la verticalidad, las pensadoras de la diferencia, usan los conceptos de disparidad o asimetría (4). Verticalidad, disparidad o asimetría, lo cierto es que constituye la parte más confusa de experimentar en los lazos entre mujeres, justamente, porque la relación de la madre con la hija, y viceversa, es la herida que sangra en la civilización y en cada mujer.
Retornando a mi afirmación del inicio, y ante la pregunta de por qué el sufrimiento, pienso que no basta con ser lesbiana y feminista, si no creamos y descubrimos un orden simbólico femenino, donde no solo el deseo se instale en el querer vivir la horizontalidad, sino también, la disparidad, como dos caras de una misma moneda. La horizontalidad debe ser pensada junto a la disparidad. La horizontalidad, más que necesaria, pensada sin la disparidad, nos hace correr el riesgo de retornar al mundo de las idénticas, aunque sea en una versión mejorada, donde rige el orden simbólico patriarcal. Al respecto, algunas autoras plantean que a veces es imposible reparar el vínculo primario con la madre de cada una, pero se puede reactualizar su potencia en la relación con las otras mujeres, reales e históricas. Reactualizar la disparidad con la madre significa recuperar ese punto de vista de la infancia donde la madre, en caso de que estuviera presente, era la portadora del más femenino, que da la vida y la palabra, y la niña (también el niño) dependía de ella con absoluta confianza. Si en las relaciones entre mujeres, ya sean intelectuales, políticas, sensuales o amorosas, no se le da cabida a esta asimetría como un eje articulador de la relación, un eje que es móvil, es muy probable que estas relaciones se vuelvan informes y destructivas en la competición, como afirma Wanda Tomasi, y probablemente sea una competición no reconocida.
Si en una relación amorosa lésbica, por ejemplo, sus integrantes odian a sus respectivas madres, o bien, ni siquiera han sido conscientes del peso vital y cultural que esto tiene, por lo tanto, se identifican con el sujeto universal (de sesgo masculino), es muy probable que la relación incorpore elementos destructivos, al proyectarle a la otra mujer esta falta de historia y de sentido, generando, como dije en el párrafo anterior, una competición informe, a veces solapada. Por eso, es importante ensayar –no reconciliarse con la madre real como condición sine qua non–, sino el trasladar la figura de la disparidad al reconocimiento mutuo del más de la otra y fiársele, para que la relación sea un espacio de verdadera confianza, donde la vida y la palabra, de cada una, se expresen libres y creativamente, que se note que hay, por lo menos, dos, porque en el uno avasallador reposa el dominio. ¿Cómo hacer de esto una forma de vida, basada en la confianza mutua, que es básica para la comodidad y la libertad? Los rastros genealógicos de la libertad de las mujeres pueden darnos algunas respuestas, porque nos permiten conocer las prácticas de vida de las mujeres sabias del pasado. De lo contrario, los campos de significados patriarcales impondrán, con la fuerza acostumbrada, sus codificaciones seculares sobre la envidia entre mujeres. Y sin orden simbólico femenino que los contrarreste, se querrá aniquilar, arrebatar o absorber vampiresamente la diferencia de la otra, porque la envidia es la tergiversación patriarcal del deseo intenso por otra mujer, pero un deseo sin memoria del más femenino.
Notas:
(1) Este texto lo escribí para presentarlo en el II Encuentro de Feminismo Radical y Lesbiano: “El problema de la heterosexualidad”, organizado por las maravillosas Feministas Radicales y Lesbianas de Chillán (29 de septiembre de 2018).
(2) La relación entre mujeres, y la lésbica principalmente, es compleja, dada nuestra historia en el patriarcado y también porque los vínculos entre nosotras son intensos y apasionados. Por eso, pienso que la potencialidad política del lesbianismo no es “per se”, sino, y esto me interesa plantear, se debe justamente a su complejidad, la cual nos corresponde comprender y desentrañar.
(3) Para profundizar en la relación con la madre y su orden simbólico, revisar los planteos de la filósofa italiana Luisa Muraro.
(4) El tema de la disparidad y del más femenino lo trabaja, principalmente, la jurista de la diferencia Lia Cigarini.
2018