Este verano del 2011 llegó a mis manos un libro de Simone de Beauvoir, publicado el año 1947: Para una moral de la ambigüedad. Y me ha servido para pensar ciertas cosas en relación a la repetitiva re-articulación de las feministas para demandar derechos. Hoy, a propósito de un hecho contingente, es otra vez el aborto. Da lo mismo su faz -aborto terapéutico o libre, legalizado o despenalizado-, seguirá siendo una lucha funcional a los hombres. No estoy en contra del aborto, y espero que huelgue decirlo, pero de todos modos me pongo «el parche antes de la herida», porque en estas materias cuida y sanciona el espíritu filantrópico.
Solo quiero decir que conseguir el aborto libre no nos hace libre a las mujeres. Y no estoy «descubriendo la pólvora», esto lo han dicho todas aquellas feministas pensantes y autónomas que, de acuerdo a cada época, han vivido el fracaso concreto de las luchas formales por el aborto. Así les pasó a las sufragistas, a las feministas de la segunda ola occidental y a las feministas autónomas chilenas y latinoamericanas, solo haciendo mención de la historia relativamente reciente. Entonces, en este sentido, los argumentos sobran, y están escritos y publicados. Es necesario conocerlos, leerlos, estudiarlos y aplicarlos, relacionándolos con la realidad política vigente. Son operaciones mínimas de una reflexión con perspectiva histórica.
No obstante, las feministas se rearticulan -encubriendo, una vez más, las diferencias ideológicas que existen entre unas y otras-, y visibilizan su lucha «pro» por el aborto libre. Y ahí están nuevamente reclamándoles al Estado, al Parlamento o, de manera menos concreta pero igualmente real, al orden simbólico de los hombres. Tanto para legalizar como para despenalizar (esta última, claro está, mejor opción), los hombres tienen que modificar sus leyes. Por lo tanto, les pedimos que hagan algo -modificar, eliminar, derogar, implementar…- que solo ellos pueden hacer, porque deben intervenir en sus propias leyes, por las que han velado históricamente.
Puesto que, a estas alturas, sabemos que las leyes son abstractas, pero esto no quiere decir que sean neutras. Sabemos que las leyes se interrelacionan con todo el orden social; y sabemos que este orden social no es neutro, es patriarcal, masculinista y androcéntrico. Es unidimensional y, en consecuencia, incluyente. La misoginia, en todas sus formas y expresiones (odio, desprecio, indiferencia, alabanza, proteccionismo, desvalorización, persecución, exterminio, invisibilización, cosificación, autodestrucción, entre otros), es la condena que las mujeres debemos pagar por nuestra «inclusión». Y a esto no escapan las leyes.
Es aquí cuando, pese al lenguaje androcéntrico de su texto, me sirve Simone de Beauvoir al describir cómo desarrollan la niña y el niño su conciencia de libertad. Hay, nos dice, un momento inevitable del ser humano, que consiste en que el niño y la niña toman el mundo como algo «dado», es algo que ya está hecho antes de que él y ella nacieran, no han intervenido en el mundo; el techo de lo absoluto que les tiende el mundo adulto, los aplasta; es el techo de lo «dado», de lo «formal». Para las mujeres, enfatizo yo, esta experiencia es radical. La niña toma el mundo como algo «dado», pero aún no sospecha que, sin las herramientas necesarias, nunca dejará este mundo de ser algo «dado» para ella, es decir, algo «ajeno».
Si bien la respuesta de la niña y del niño, en esta etapa de su vida, será refugiarse en lo «formal», esto durará hasta que, poco a poco, comiencen a tomar conciencia de su propia capacidad de intervenir en el mundo y modificarlo. Este paso, continúa la autora, se despliega en una crisis; resuelta, agrego yo, malamente en la cultura masculinista donde el control, el «reglismo» y el castigo se ejercen desde la más temprana infancia de los seres humanos; donde el poder de dominio, la desigualdad social y la injusticia mantienen a muchos seres humanos sumidos en el miedo; y donde el mundo de lo «formal» se nos presenta desde una visión esencialista. Así y todo, la crisis puede tener, al menos, dos salidas.
Una, y la más común, es seguir refugiado en lo «formal» sin, por supuesto, ponerlo en cuestión: leyes, dios, familia, patria, pareja, matrimonio, amor, heterosexualidad, ejército, educación, estado, revolución, ciencia, Historia, academia, iglesia, partido, deporte, fútbol, ortografía, entre otros. La otra, es elegir el riesgo de la libertad de re-significarse y re-significar el mundo; por lo tanto, de derrumbar lo «formal». Beauvoir denomina subhombres a aquellos que, teniendo las herramientas necesarias, eligen la primera salida. El subhombre es aquel que se esconde tras el ropaje de lo que ella también llama, el hombre formal.
¿Y cómo vivimos las mujeres este proceso? ¿Qué pasa con la niña que, en plena crisis de la conciencia de su subjetividad, se da cuenta de que el mundo de lo «dado» es una mentira perpetuada por los adultos, a los que ahora ve llenos de contradicciones? ¿Qué pasa si esa niña crece y quiere, y su impulso vital y humano es, la libertad de resignificarse y resignificar el mundo? Esa niña choca con un gran muro invisible e inefable: es el vacío de una historia propia desde donde interpretarse en el mundo y darle un sentido auténtico a su porvenir. Porque todo a su alrededor está impregnado del punto de vista masculino (ajeno) que le dice cómo ella «debe ser» (enajenación).
Aún aquí la joven tiene al menos tres salidas: una, es lanzarse a la búsqueda; otra, es perderse en el vacío; y la tercera, es volver al redil y resguardarse bajo el techo enmohecido de lo «formal-patriarcal» perpetuando, en muchos casos, un estado de infantilismo que es patético, porque ya no es niña, es el cuerpo de una adulta. Solo la primera es una opción potencialmente transformadora. En las otras dos, las mujeres desaparecemos, no queda ni rastro de nosotras.
Y así, muchas mujeres eligen el redil y se transforman en celadoras del orden simbólico patriarcal, o bien, en personas disminuidas viviendo bajo el alero de los hombres. Muchas lo hacen por falta de herramientas, por estar sumidas en la soledad de sus existencias, manteniéndose ignorantes de su propia historia e impotentes (esto es parte del análisis político que las feministas tendríamos que efectuar a propósito del fracaso de nuestras luchas). Pero qué pasa cuando se tienen las herramientas y, aun así, se elige el mundo de lo «formal». Es el caso de las feministas que se re-articulan, una y otra vez, para demandar derechos, para reclamar el reconocimiento del mundo «formal» de los hombres: de su parlamento, de su justicia, de sus leyes, de su religión, de su estado, de su academia, de su deporte.
Entonces, se pide aborto, pero no se desmonta la sexualidad masculinista, reproductiva y heterosexual. Se exige aborto libre, pero no se deconstruye la ideología de la maternidad que, hasta donde yo sé, sigue siendo total y absolutamente patriarcal. Se promueve la despenalización, pero no se desarma el discurso del placer que, hasta donde yo sé, sigue siendo androcéntrico, falocrático y cosificador. Y sin poner en cuestión profundamente estas ideologías y modelos valórico-simbólicos (el mundo «formal» de los hombres), la sexualidad, la maternidad y el placer masculinistas quedan confirmados, reforzados y reafirmados en una cultura reproductivista que ahora acepta el aborto (dicen las italianas de la Librería de Milán). A esto hay que sumarle «el olvido del olvido» de la historia de nuestras derrotas, que nos susurran a gritos que las jugadas legislativas patriarcales siempre están motivadas por las necesidades concretas de los hombres y sus cuerpos, por sus crisis e intereses, por su control de la natalidad y sus descalabros, y que según esto, evalúan si les conviene el aborto o no y de qué manera.
¿Cuándo elegiremos la continuidad de pensar e intervenir en el mundo para derrumbarlo, resignificarlo y querernos libres? ¿O seguiremos practicando un activismo asistencialista, velando porque este orden simbólico masculino no se acabe nunca al legitimarlo cada vez que le pido derechos o actúo dentro de su aparataje institucional? ¿Cuándo elegiremos la continuidad de rediseñar nuestros cuerpos y poner en cuestión la sexualidad, el placer y la maternidad patriarcales, derrumbándolos? Estas interrogantes dan cuenta del pendiente político e histórico que nos debemos las mujeres; por eso, el proyecto del feminismo radical de la diferencia sigue estando inconcluso. Antes Freud habló de nuestro placer, nuestros orgasmos, nuestro cuerpo, nuestra vagina. Hoy es el mundo homosexual varón (queer y posmoderno) quien nos dice cómo debe funcionar nuestro erotismo a través del «ano», sometiéndonos, una vez más en la historia, a la ablación (simbólica) de nuestros clítoris.(1)
Y este subhombre que se niega a ser libre no es inocuo. Son los subhombres, nos dice Beauvoir, los que llegan a ser tiranos. Puesto que quien no se quiere libre tampoco quiere o, al menos, obstaculiza la libertad de los demás. Los tiranos se pierden en valores abstractos y absolutos, en el mundo «formal». Matan por la patria, por dios o por la revolución. Como se pierden en el objeto, siempre inamovible e intocable, no les importa sacrificar otras vidas humanas con tal de seguir negando y renunciando a su propia potencialidad auto-transformadora. Esta intención destructiva y autodestructiva se radicaliza en el caso de las mujeres por la historia de negación que tenemos: de violentas prohibiciones patriarcales por querernos libres.
Es así como el subhombre y la submujer son peligrosos (aunque de distinta manera, porque todo esto ocurre dentro del universo material y simbólico masculino, por lo tanto, nunca son situaciones equiparables). Lo formal -dice Beauvoir- «…es el fanatismo de la Inquisición, que no vacila en imponer un credo, es decir, un movimiento interior, por medio de violencias exteriores; es el fanatismo de los Vigilantes de los Estados Unidos, que defienden la moralidad a través de los linchamientos…» (p.49)(2) ¿Y acaso en la historia política del feminismo no tenemos ejemplos suficientes de tiranías? No estaríamos ahora mismo, quizás, declamando el aborto libre si tras nosotras existiera firme, consistente y lúcido, un movimiento feminista autónomo, libre, pensante, creador y expresado. De esta manera, sabríamos que esta lucha no nos retrasa, no nos hace sucumbir en las fauces de la historia del mundo de los hombres, porque contaríamos con las palabras, las herramientas simbólicas, los aparatos semióticos para socializarla de acuerdo a nuestro discurso, nuestro marco filosófico, nuestro proyecto político.
O, quizás, como dicen las italianas(3), el aborto se transforme en una opción remota en la civilización que podemos llegar a proyectar, porque la sexualidad ya no estaría atrapada en el marco masculinista de creencias y valores ni tampoco en su modelo económico. Al contrario, estaría sostenida en otras ideas, donde el aborto casi no sería tema, porque la visión masculino-reproductivista de la sexualidad no marcaría la relación con nuestros cuerpos y nuestro placer.
Para cualquiera de estas y otras salidas, las mujeres necesitamos hacer política autónoma; y este impulso si acaso se formó en nuestra silenciada historia, fueron muchas feministas quienes -respondiendo fielmente al proceso de institucionalización del feminismo, a cambio de sentirse salvaguardadas de sí mismas bajo una armadura de «derechos»- se encargaron de desarticular los incipientes, pero briosos, movimiento de mujeres y movimiento feminista que se habían re-organizado en occidente en las últimas décadas del siglo XX.
Una muestra de botón: Marta Lamas participó activamente en la lucha por la despenalización del aborto en México, y salió victoriosa. Cabría preguntarse bajo qué costos para las mujeres, Lamas (junto a otros y otras) consigue la despenalización. Habría que estudiar más seriamente qué coyuntura política predomina en México que permite que los centros de poder masculinistas accedan a esta demanda. Luego habría que profundizar en la figura legal, es decir, comprobar si se trata de una despenalización libre, sin condicionamientos.
Si, insisto, en el mejor de los casos, esta despenalización acarrea mejoras concretas en la vida de muchas mujeres que ya no tendrán que desangrarse en la más oscura clandestinidad, el abortar, en la gratuidad de un hospital o una clínica, no nos hará libres a las mujeres. No nos engañemos, la despenalización que se consiguió en México está contenida en un discurso ideológico, en un discurso como el de Lamas, que es condescendiente con los varones, misógino, heteronormativo y descalificador con las feministas pensantes y autónomas. Un discurso así no puede más que reforzar el orden simbólico y valórico masculinista:
«Entonces yo creo que es una mezcla de todo esto el hecho de que muchas jóvenes no se asuman como feministas. Y también hay mucho del continente del feminismo que es muy intolerante, muy sectario. No necesariamente todas las feministas son sensatas y amables; hay algunas que están muy enojadas y transmiten una cosa muy agresiva. Y hay muchas chicas jóvenes que sí quieren tener una pareja con un hombre y hay un discurso en un sector del feminismo muy antihombres. En el Encuentro Feminista de este año había un grupo de chicas que planteaba por qué no dejan entrar a los hombres, si esto también se trata de que ellos cambien, ¿o no? Y muchas mujeres decían que no; hubo otro gran debate para ver si entraban las trans. Entonces, todo eso está marcado generacionalmente.» (Lamas, 2010).(4)
Así, Lamas se transforma en una celadora del Orden patriarcal, como las mujeres que mantienen el orden de la casa, como muchas de nuestras madres y abuelas que, creyentes del sistema, velaban porque la palabra del Padre fuese obedecida, ¿no es a esto que llamamos formal, convencional? No imagino qué otro contenido político puede tener el feminismo si no es el de querernos libres las mujeres, asumiendo el destino de nuestras vidas con un pasado y un porvenir re-significados políticamente por nosotras.
2011
NOTAS:
(1) Adrienne Rich nos dice: «Las características del poder masculino incluyen el poder de los hombres de negarles a las mujeres su propia sexualidad, por medio de la clitoridectomía y la infibulación; los cinturones de castidad; el castigo, que puede ser con la muerte, del adulterio femenino; el castigo, que puede ser con la muerte, de la sexualidad lesbiana; la negación psicoanalítica del clítoris; la prohibición de la masturbación; la negación de la sensualidad materna y posmenopáusica; la histerectomía innecesaria; las imágenes de un pseudolesbianismo en los medios de comunicación y en la literatura; el cierre de archivos y la destrucción de documentos relacionados con la existencia lesbiana.» (1986: Sangre, pan y poesía, Icaria, pág.53).
(2) De Beauvoir, Simone, 1956: Para una moral de la ambigüedad, Editorial Schapire, Buenos Aires.
(3) Rivolta Femminile: «Sexualidad femenina y aborto»; en Lonzi, Carla, 1981: Escupamos sobre Hegel. La mujer clitórica y la mujer vaginal. Editorial Anagrama, Barcelona.
(4) Entrevista a Marta Lamas, viernes 17 de diciembre de 2010, en Página 12: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-6181-2010-12-18.html